Tormenta de espadas: Así fue la “Boda Roja”

Sin duda, uno de los momentos más impactantes de Juego de tronos fue el acontecimiento de la tercera temporada que puso fin a unos cuantos personajes importantes. Y, aunque en el libro la situación es similar, existen algunas diferencias para los más curiosos de esta gran saga de maravilla o fantasía épica. ¿Puedes identificarlas? Por cierto, también ocurre en el tercer tomo de la saga Canción de hielo y fuego, como se llama realmente en la literatura. 


*

El sonido de los tambores retumbaba, retumbaba y retumbaba, y las sienes de Catelyn latían a su ritmo. Las gaitas aullaban y las flautas gorjeaban en la galería de los músicos, al fondo de la sala; los violines chirriaban, los cuernos rugían y los fuelles vibraban con la briosa melodía, pero los tambores lo ahogaban todo. Los sonidos rebotaban en las vigas mientras los invitados comían, bebían y se gritaban para hacerse entender.

«Si Walder Frey cree que esto es música, debe de estar sordo como una tapia». Catelyn bebió un trago de vino y vio a Cascabel hacer cabriolas al ritmo de «Alysanne». O lo que a ella le parecía que pretendía ser «Alysanne». O lo que a ella le parecía que pretendía ser «Alysanne». Con aquellos músicos, lo mismo podría ser «El oso y la doncella».

En el exterior, la lluvia caía incesante, pero dentro de Los Gemelos, la atmósfera estaba recalentada y enrarecida. En la chimenea, el fuego rugía, y en las paredes, hileras e hileras de antorchas ardían humeantes en sus apliques de hierro. Pero la mayor parte del calor procedía de los cuerpos de los invitados a la boda, tan apretujados en los bancos que cuando uno trataba de alzar la copa, le daba un codazo en las costillas a su vecino.

Incluso en el estrado estaban demasiado apretados para el gusto de Catelyn. La habían sentado entre ser Ryman Frey y Roose Bolton, y entre los dos le embotaban la nariz. Ser Ryman bebía como si se fuera a acabar todo el vino de Poniente, y luego lo sudaba por las axilas. Por su olor, se había bañado en agua de limón, pero no había limón capaz de enmascarar tanto sudor agrio. El olor de Roose Bolton era más dulce, pero no más grato. En vez de vino o hidromiel bebía cordial, y apenas comía.

Catelyn comprendía que no tuviera apetito. El banquete de bodas había empezado con una sopa de puerros aguada, seguida por una ensalada de judías verdes, cebollas y remolachas, lucio escalfado en leche de almendras, cuencos de puré de nabos que estaban fríos antes de llegar a la mesa, sesos de ternera en gelatina y tajadas de buey correoso. No eran platos dignos del banquete al que asistía un rey, y los sesos de ternera le revolvieron el estómago a Catelyn. Pero Robb comió de todo sin hacer un mal gesto, y su hermano estaba demasiado embelesado con su reciente esposa para prestar atención.

«Quién diría ahora que Edmure se estuvo quejando de Roslin todo el camino desde Aguasdulces hasta Los Gemelos.» Los desposados comían del mismo plato, bebían de la misma copa y, entre trago y trago, intercambiaban castos besos. Edmure rechazaba la mayoría de los platos. Catelyn también lo comprendía. Apenas conservaba algún recuerdo de la comida que se sirviera en su banquete nupcial. « ¿La llegué a probar siquiera? ¿O me pasé todo el tiempo mirando la cara de Ned, preguntándome quién era aquel hombre?»

La sonrisa de la pobre Roslin parecía congelada, como si se la hubieran cosido a la cara. «Claro, es una doncella recién desposada; tiene miedo de lo que pueda pasar cuando la encamen. Debe de estar tan aterrada como lo estaba yo.» Robb estaba sentado entre Alyx Frey y Walda la Bella, dos de las doncellas Frey en edad de merecer.

—Espero que en el banquete de bodas no os neguéis a bailar con mis hijas —había dicho Walder Frey—. Complaced a este anciano.

Pues el anciano quedaría complacido. Robb había cumplido con su deber como un rey. Había bailado con todas las muchachas: con la novia y con la octava lady Frey; con la viuda Ami y con la esposa de Roose Bolton, Walda la Gorda; con las gemelas llenas de granos llamadas Serra y Sarra, y hasta con Shirei, la más joven de la progenie de lord Walder, que tendría unos seis años. Catelyn se preguntó si el señor del Cruce estaría satisfecho o si encontraría motivos de protesta en todas las otras hijas y nietas que no habían tenido turno con el rey.

—Vuestras hermanas bailan muy bien —le dijo a ser Ryman Frey en un intento de entablar conversación amable.

—Todas son tías y primas

Ser Ryman bebió un trago de vino; el sudor le corría por la mejilla hasta la barba.

«Este hombre está amargado y ha bebido de más», pensó Catelyn. El finado lord Frey era tacaño a la hora de dar de comer a sus invitados, pero no escatimaba en la bebida. La cerveza, el vino y el hidromiel corrían tan deprisa como el río de fuera. El Gran Jon estaba ya borracho como una cuba. Merrett, el hijo de lord Walder, le seguía el ritmo de las copas, pero ser Whalen Frey, que había intentado mantenerse a la altura de los dos, había perdido el conocimiento. Catelyn habría preferido mil veces que lord Umber permaneciera sobrio, pero decirle al Gran Jon que no bebiera era como decirle que no respirara durante unas cuantas horas.

El pequeño Jon y Robin Flint estaban sentados frente a Robb, justo delante de Walda la Bella y Alyx, respectivamente. Ninguno de los dos había probado una copa. Eran, junto con Patrek Mallister y Dacey Mormont, los guardianes de su hijo para aquella noche. Un banquete nupcial no era una batalla, pero cuando los hombres bebían demasiado siempre había peligro, y un rey no debía carecer nunca de protectores. Aquello tranquilizaba a Catelyn, y aún más la tranquilizaban los cintos con las espadas que colgaban de las paredes.

«Nadie necesita una espada para atacar unos sesos de ternera en gelatina.»

—Todos pensábamos que mi señor elegiría a Walda la Bella —le estaba comentando lady Walda Bolton a ser Wendel, aunque tenía que gritar para hacerse oír por encima de la música. Walda la Gorda era una muchacha que parecía una bola de sebo, con ojos azules acuosos, el pelo rubio lacio y pechos grandes, pero aun así hablaba con una voz chillona y titubeante. Costaba imaginársela en Fuerte Terror, vestida de encajes rosa y con una capa de piel de ardilla—. Pero mi señor abuelo le ofreció a Roose como dote el peso de su prometida en plata, de modo que me eligió a mí. —Las papadas de la muchacha temblaron con la carcajada—. Peso tres arrobas más que Walda la Bella, pero es la primera vez que me alegro de ello. Ahora soy lady Bolton y mi prima sigue siendo doncella, y la pobre cumplirá pronto los diecinueve.

El señor de Fuerte Terror no prestaba mucha atención a la charla, por lo que pudo ver Catelyn. De cuando en cuando probaba un bocado de un plato, una cucharada de otro, arrancaba un pellizco de pan de la hogaza con dedos fuertes, pero no permitía que la comida lo distrajera. Bolton había hecho un brindis por los nietos de lord Walder al principio del banquete, sin olvidar mencionar que Walder y Walder estaban al cargo de su hijo bastardo. El anciano lo miró con los ojos entrecerrados; por su manera de abrir y cerrar los labios sobre las encías, Catelyn comprendió que había percibido la amenaza.

« ¿Habrá habido alguna vez una boda con menos dicha? —se preguntó. Hasta que se acordó de su pobre Sansa, casada con el Gnomo—. Apiádate de ella, Madre. Tiene buen corazón.» El calor, el ruido y el humo le estaban dando náuseas. Los músicos de la galería eran numerosos y ruidosos, pero no tenían mucho talento. Catelyn bebió otro sorbito de vino y le dio permiso a un paje para que le volviera a llenar la copa. «Dentro de unas horas habrá pasado lo peor.» Apenas faltaba un día para que Robb partiera rumbo a otra batalla, en aquella ocasión contra los hombres del hierro, en Foso Cailin. Por extraño que pareciera, la perspectiva era casi un alivio. «Ganará la batalla. Gana todas las batallas, y los hijos del hierro no tienen rey. Además, Ned le enseñó bien.» Los tambores redoblaban. Cascabel pasó saltando junto a ella una vez más, pero la música era tan estrepitosa que apenas se oían las campanillas.

Por encima de la algarada se oyeron unos gruñidos repentinos; dos perros empezaron a pelearse por un trozo de carne. Rodaron por el suelo entre mordiscos y dentelladas, en medio del regocijo general. Alguien les tiró el contenido de una jarra de cerveza, y por fin se separaron. Uno de los perros cojeó hacia la tarima. La boca desdentada de lord Walder se abrió en un rugido de risa cuando el animal se sacudió y llenó de cerveza y pelos a tres de sus nietos.

Al ver a los perros, Catelyn volvió a pensar en Viento Gris, pero el huargo de Robb no estaba por ninguna parte. Lord Walder se había negado en redondo a permitir que estuviera en la sala.

—Tengo entendido que a esa fiera salvaje le gusta la carne humana, je, je —comentó el anciano— Qué queréis, ¿que nos arranque la garganta? No toleraré a esa bestia en el banquete de mi Roslin, entre mujeres y niños, en medio de mi amada familia.

—Viento Gris no supondrá ningún peligro para ellos, mi señor —protestó Robb—. Mientras esté yo presente…

— ¿Y no estabais presente cuando llegasteis a mis puertas, cuando el lobo atacó a los nietos que envié para recibiros? Me he enterado de todo, no vayáis a creer que no, je, je.

—Nadie resultó herido…

— ¿Dice el rey que nadie resultó herido? ¿Nadie? Petyr se cayó del caballo, ¡se cayó! Así perdí a una de mis esposas, por culpa de una caída. —Movió los labios adentro y afuera sobre las encías desdentadas—. ¿O fue a una ramera? Ah, sí, ahora me acuerdo, la madre de Walder el Bastardo. Se cayó del caballo y se abrió la cabeza. ¿Qué habría hecho vuestra alteza si Petyr llega a romperse el cuello? ¿Me ofreceríais otra disculpa para sustituir a mi nieto? Je, je. No, no y no. Puede que seáis el rey, no digo que no, el Rey en el Norte, je, je, pero bajo mi techo mando yo. Elegid, señor: el lobo o la boda. Las dos cosas, ni hablar.

Catelyn vio que su hijo estaba furioso, pero cedió con tanta elegancia como pudo. «Si a lord Walder le apetece servirme grajo guisado con gusanos, me lo comeré y repetiré», le había dicho. Y aquello fue lo que hizo.

El Gran Jon había derrotado en la competición de bebida a otro de los Frey; en aquella ocasión era Petyr Espinilla el que yacía ebrio bajo la mesa. « ¿Y qué esperaba? Ese muchacho abulta la tercera parte que él.» Lord Umber se secó la boca con el dorso de la mano, se puso en pie y empezó a cantar.

— «Había un oso, un oso, ¡un oso! Era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»

No tenía mala voz, aunque la bebida hacía que se le trabara la lengua. Por desgracia, los violinistas, flautistas y tamborileros de la galería superior estaban tocando «Flores de primavera», cuya melodía era tan adecuada para la letra de «El oso y la doncella» como los caracoles para un plato de gachas. Hasta el pobre Cascabel se tapó las orejas para protegerse de semejante cacofonía.

Roose Bolton murmuró algo en voz tan baja que nadie lo oyó, y salió en busca de un escusado. La atestada sala era un constante bullicio de invitados y sirvientes que iban y venían. Catelyn sabía que en el otro castillo se estaba celebrando otro banquete, para los caballeros y señores de rango inferior. Lord Walder había exiliado a sus hijos ilegítimos, con sus descendientes, a la otra orilla del río, de modo que los norteños de Robb acabaron llamándolo el banquete de los bastardos. Sin duda, algunos de los invitados se marchaban a hurtadillas para ver si los bastardos lo estaban pasando mejor que allí. Tal vez algunos incluso se fueran a los campamentos. Los Frey habían aportado carromatos con toneles de vino, cerveza e hidromiel para que los soldados pudieran brindar por el enlace entre Aguasdulces y Los Gemelos.

Robb se sentó en el lugar que Bolton había dejado libre.

—Unas pocas horas más y terminará esta farsa, madre —dijo en voz baja mientras el Gran Jon cantaba sobre la doncella que tenía miel en el cabello—. Walder el Negro ha sido manso como un corderito por una vez, y el tío Edmure parece muy satisfecho con su esposa. —Se inclinó hacia delante—. ¿Ser Ryman?

—Decidme, señor. —Ser Ryman Frey parpadeó.

—Había pensado pedirle a Olyvar que fuera mi escudero cuando marchemos hacia el norte, pero no lo he visto en el castillo —dijo Robb—. ¿Estará en el otro banquete?

— ¿Olyvar? —Ser Ryman sacudió la cabeza—. No. Olyvar… no. No está… en los castillos. Tenía una misión.

—Ya entiendo. —El tono de Robb indicada lo contrario. Al ver que ser Ryman no daba más explicaciones, el rey se volvió a poner en pie—. ¿Quieres bailar, madre?

—No, gracias. —Le dolía mucho la cabeza, y bailar era lo que menos falta le hacía—. Seguro que a cualquiera de las hijas de lord Walder le encantará ser tu pareja.

—Seguro que sí.

Esbozó una sonrisa resignada. Los músicos estaban tocando en aquel momento «Lanzas de hierro», mientras el Gran Jon cantaba «El muchacho lujurioso».

«Alguien debería presentarlos; así mejoraría la armonía.» Catelyn se volvió a ser Ryman.

—Tengo entendido que uno de vuestros sobrinos es bardo.

—Alesander, el hij de Symond. Alyx es su hermana. —Alzó la copa para señalar en dirección a la muchacha que bailaba con Robin Flint.

— ¿Cantará para nosotros Alesander esta noche?

—No. —Ser Ryman la miró con los ojos entrecerrados—. Está fuera. —Se secó el sudor de la frente y se puso en pie—. Disculpad, mi señora. Disculpad.

Catelyn se quedó mirando cómo se alejaba tambaleante hacia la puerta.

Edmure besaba a Roslin y le apretaba la mano. Más allá, ser Marq Piper y ser Danwell Frey jugaban a algo relacionado con la bebida; Lothar el Cojo le contaba una anécdota divertida a ser Hosteen; uno de los Frey más jóvenes hacía malabarismos con tres puñales ante un grupo de niñas risueñas, y Cascabel se lamía el vino de los dedos, sentado en el suelo. Los criados entraban con enormes bandejas de trozos de cordero rosados y jugosos, el plato más apetitoso que se había visto en toda la velada. Y Robb bailaba con Dacey Mormont.

Cuando se ponía un vestido en vez de una cota de malla, la hija mayor de lady Maege era bastante atractiva: alta, espigada, con una sonrisa tímida que le iluminaba el rostro alargado. Era una grata sorpresa que resultara igual de grácil en la pista de baile que en el patio de armas. Catelyn se preguntó si lady Maege habría llegado ya al Cuello. Se había llevado al resto de sus hijas, pero Dacey, como compañera de combate de Robb, había optado por quedarse con él.

«Tiene el mismo de Ned: inspira lealtad.» Olyvar Frey también había mostrado devoción hacia su hijo. Robb le había contado que Olyvar había querido seguir con él incluso después de que se casara con Jeyne.

El señor del Cruce, sentado entre las dos torres negras de roble, dio unas palmadas con las manos llenas de manchas. El sonido fue tan débil que hasta a los que se encontraban en el estrado les costó oírlo, pero ser Aenys y ser Hosteen lo vieron y empezaron a dar golpes con los vasos contra la mesa. Lothar el Cojo los imitó, y luego Marq Piper, ser Danwell y ser Raymund. Pronto, la mitad de los invitados estaba dando golpes rítmicos, y al final, la multitud de músicos de la galería captó la indirecta. Las flautas, tambores y violines fueron quedando en silencio.

—Alteza —le dijo lord Walder a Robb—, el septón ya ha soltado los rezos; se han pronunciado palabras, y lord Edmure ha envuelto a mi pequeña en su capa de pescado, pero aún no son marido y mujer. La espada necesita una vaina, je, je, y una boda necesita una cama. ¿Qué opina mi señor? ¿Qué os parece que los encamemos?

Una veintena o más de hijos y nietos de Walder Frey empezaron a golpear de nuevo las mesas con las copas.

— ¡A encamarlos! —gritaban—. ¡A encamarlos! ¡Vamos a encamarlos!

Roslin se había puesto blanca. Catelyn se preguntó si lo que asustaba a la muchacha sería la perspectiva de perder la virginidad o el rito del encamamiento. Tenía tantos parientes que, sin duda, conocía la costumbre, pero la cosa cambiaba cuando una era la protagonista. La noche de bodas de Catelyn, Jory Cassel le había desgarrado la túnica en su precipitación por quitársela, y Desmond Grell, completamente borracho, se disculpaba por cada chiste atrevido justo antes de hacer el siguiente. Al verla desnuda, lord Dustin le dijo a Ned que sus pechos bastaban para hacerle desear que no lo hubieran destetado nunca.

«Pobre hombre», pensó. Era de los que habían viajado con Ned hacia el sur para no volver jamás. Catelyn se preguntó cuántos de los hombres presentes aquella noche estarían muertos antes de que acabara el año. «Mucho me temo que demasiados.»

Robb alzó una mano.

—Si vos creéis que ha llegado el momento, desde luego, lord Walder. Vamos a encamarlos.

El anuncio fue recibido con un rugido de alegría. Arriba, en la galería, los músicos volvieron a coger las flautas, los cuernos y los violines, y empezaron a tocar «La reina se quitó la sandalia, el rey se quitó la corona». Cascabel saltaba sobre un pie y sobre el otro, y la corona tintineaba al compás.

—Me han dicho que los varones Tully no tienen polla, que tienen una trucha entre las piernas —gritó Alyx Frey con osadía—. ¿Qué hace falta para que se les levante? ¿Un gusano?

— ¡Pues a mí me han dicho que las mujeres Frey tienen dos entradas en vez de una! —se apresuró a replicar ser Marq Piper.

— ¡Sí, pero las dos están cerradas con candado para la gente como vos! —fue la respuesta de Alyx.

Un coro de carcajadas recorrió la estancia hasta que Patrek Mallister se subió a una mesa para proponer un brindis en honor del pez de Edmure, que solo tenía un ojo.

— ¡Y es un poderoso lucio! —proclamó.

—Bah, seguro que es una sardinilla de agua dulce —gritó Walda la Gorda, al lado de Catelyn.

— ¡A encamarlos! ¡A encamarlos! —volvieron a gritar.

Los invitados se arremolinaron en torno al estrado, los más borrachos los primeros, como siempre. Los hombres y los niños rodearon a Roslin y la levantaron por los aires, mientras las doncellas y sus madres obligaban a Edmure a ponerse en pie y empezaban a tirarle de la ropa. Él se reía y les gritaba bromas procaces, aunque la música sonaba tan alta que Catelyn no oía lo que decía. En cambio, sí que oyó al Gran Jon.

— ¡Dejadme a la novia! —rugió al tiempo que empujaba a un lado a los demás hombres para echarse a Roslin a un hombro— ¡Pero mirad qué cosita! ¡Si no tiene carnes!

Catelyn sintió pena por la muchacha. La mayoría de las novias trataban de responder a las bromas, o al menos fingir que se estaban divirtiendo, pero Roslin estaba rígida de terror; se aferraba al Gran Jon como si tuviera miedo de que la dejara caer.

«Y además está llorando —vio Catelyn mientras ser Marq Piper le quitaba un zapato—. Espero que Edmure sea delicado con la pobre chiquilla.» La música alegre y atrevida seguía sonando desde la galería; la reina ya se estaba quitando el manto, y el rey, la túnica.

Catelyn sabía que debería estar con el grupo de mujeres que rodeaban a su hermano, pero su presencia solo serviría para estropearles la diversión. Se sentía cualquier cosa menos pícara. Sin duda, Edmure disculparía su ausencia; era mucho más divertido que lo desnudara y lo llevara a la cama una veintena de mujeres Frey risueñas y atrevidas que una hermana amargada y con el luto en la cara.

Mientras se llevaban de la sala en volandas al hombre y a la doncella, dejando a sus espaldas un rastro de prendas, Catelyn vio que Robb tampoco los acompañaba. Walder Frey era tan susceptible que podía tomarse aquello como un insulto hacia su hija.

«Debería ser de los que encaman a Roslin, pero ¿me corresponde decírselo?» Se quedó tensa hasta que vio que otros se habían quedado también. Petyr Espinilla y ser Whalen Frey dormían de bruces sobre la mesa. Merrett Frey se estaba sirviendo otra copa de vino, mientras Cascabel vagaba por la estancia y robaba bocados de los platos de los que se habían marchado. Ser Wendel Manderly se enfrentaba con entusiasmo a una pierna de cordero y, por supuesto, lord Walder estaba demasiado débil para levantarse sin ayuda. «Pero querrá que Robb vaya, claro.» Ya se imaginaba al anciano preguntando por qué su alteza no quería ver desnuda a su hija. El sonido de los tambores retumbaba de nuevo, retumbaba y retumbaba.

Dacey Mormont, que al parecer era la única mujer que quedaba en la estancia aparte de Catelyn, se acercó a Edwyn Frey por detrás y le tocó un brazo al tiempo que le decía algo al oído. Edwyn le apartó la mano con una violencia del todo improcedente.

—No —le dijo en voz demasiada alta—. Ya estoy harto de bailar.

Dacey palideció y se volvió. Muy despacio, Catelyn se puso en pie.

« ¿Qué está pasando aquí? —La duda le pesaba en el alma, allí donde hasta hacía un instante solo había sentido cansancio—. No es nada —trató de decirse—, estás viendo duendes en el bosque, te has convertido en una vieja idiota enloquecida por la pena y el miedo.» Pero algo se le debió de reflejar en el rostro, porque hasta ser Wendel Manderly lo notó.

— ¿Pasa algo, señora? —le preguntó con la pierna de cordero en la mano.

Catelyn no le respondió; lo que hizo fue ir en pos de Edwin Frey. Los músicos de la galería habían dejado por fin al rey y a la reina como llegaron al mundo. Sin un instante de pausa, empezaron a tocar otra canción, una canción muy diferente. Nadie cantaba la letra, pero Catelyn reconoció al instante «Las lluvias de Castamere». Edwyn corría hacia una puerta. Ella corrió más deprisa aún, empujada por la música. Seis zancadas rápidas y lo alcanzó.

—« ¡Y cómo osáis —dijo el señor— pedirnos sumisión!»

Agarró a Edwyn por el brazo para obligarlo a dar la vuelta, y la sangre se le heló en las venas cuando palpó los aros de hierro bajo la manga de seda.

Catelyn lo abofeteó con tanta fuerza que le rompió el labio.

«Olyvar —pensó—, y Perwyn, y Alesander, todos fuera. Y Roslin lloraba…»

Edwyn Frey la empujó para quitársela de encima. La música ahogaba el resto de los sonidos; retumbaba contra las paredes como si las piedras estuvieran tocando. Robb le lanzó a Edwyn una mirada furiosa y avanzó para detenerlo… y se detuvo de repente cuando una saeta le brotó del costado, justo debajo del hombro. Si gritó en aquel momento, el sonido quedó ahogado por las flautas, los cuernos y los violines. Catelyn vio como una segunda flecha se le clavaba en la pierna, y lo vio caer. Arriba, en la galería, la mitad de los músicos tenían en las manos ballestas en vez de tambores y laúdes. Corrió hacia su hijo, hasta que algo se le clavó en la espalda y el duro suelo de piedra se alzó para abofetearla.

— ¡Robb! —gritó—. ¡Robb, Robb!

Vio como el Pequeño Jon levantaba el tablero de una mesa  de los caballetes. En la madera se clavaron las saetas, una, dos, tres, mientras la ponía sobre su rey para protegerlo. Robin Flint estaba rodeado de hombres Frey con puñales que subían y bajaban. Ser Wendel Manderly se puso en pie, con su pierna de cordero en la mano. Una saeta le entró por la boca abierta y le salió por la nuca. Ser Wendel se derrumbó hacia delante, tiró la mesa de los caballetes, y lanzó por el suelo copas, jarras, platos, bandejas, nabos, remolachas y vino.

«Tengo que llegar a su lado.» Catelyn notaba la espalda ardiendo. El Pequeño Jon aporreó a ser Raymund Frey en la cara con una pierna de carnero. Pero, cuando intentó echar mano del cinto del que colgaba su espada, la saeta de una ballesta lo hizo caer de rodillas.

—«De oro veáis, o carmesí, vestido a este león…»

Vio como Lucas Blackwood caía ante ser Hosteen Frey. Walder el Negro derribó a uno de los Vance mientras luchaba contra ser Harys Haigh.

—«Sus garras son filo mortal que medirá con vos.»

Las ballestas acabaron con Donnel Locke, Owen Norrey y otra media docena de hombres. El joven ser Benfrey había agarrado a Dacey Mormont por el brazo, pero Catelyn la vio coger una jarra de vino con la otra mano y estrellársela en la cara, antes de correr hacia la puerta, que se abrió antes de que le alcanzara. Ser Ryman Frey entró en la estancia vestido de acero de pies a cabeza. Junto a él, en la puerta, había una docena de soldados de los Frey, todos armados con hachas de combate.

— ¡Piedad! —gritó Catelyn.

Pero los cuernos, los tambores y el clamor del acero ahogaron su súplica. Ser Ryman clavó el hacha en el vientre de Dacey. Ya entraban hombres por otras puertas, hombres con cotas de malla, vestidos con pieles y con acero en las manos. « ¡Norteños!» Durante un momento creyó que acudían al rescate, hasta que vio como uno de ellos le cortaba la cabeza al Pequeño Jon de dos golpes de hacha. La esperanza se apagó como una vela en medio de una tormenta.

En medio de la carnicería, el señor del Cruce permanecía sentado en su trono de roble tallado, con los labios tensos sobre las encías en una sonrisa.

En el suelo, a unos pocos pasos, había un puñal. Quizá hubiera resbalado hasta allí cuando el Pequeño Jon levantó la mesa, o quizá hubiera caído de la mano de algún moribundo. Catelyn avanzó a rastras hacia él. Sentía los miembros pesados como el plomo y notaba el sabor a sangre en la boca.

«Voy a matar a Walder Frey», se dijo. Cascabel estaba más cerca del cuchillo, escondido debajo de una mesa, pero cuando ella lo cogió, se limitó a encogerse de miedo. «Voy a matar a ese viejo, lo voy a matar.»

En aquel momento, el tablero de mesa que el Pequeño Jon había lanzado sobre Robb se movió, y su hijo se incorporó sobre las rodillas. Tenía una flecha en el costado, otra en la pierna y una tercera en el pecho. Lord Walder alzó una mano, y toda la música excepto un tambor cesó al instante. A los oídos de Catelyn llegó el fragor lejano de la batalla, y el aullido salvaje, más cercano, de un lobo.

«Viento Gris», recordó demasiado tarde.

—Je, je —se burló lord Walder de Robb—. El Rey en el Norte se levanta. Parece que hemos matado a unos cuantos de vuestros hombres, alteza. Pero os pediré disculpas y asunto arreglado, je, je.

Catelyn agarró un mechón de la larga cabellera canosa de Cascabel y lo sacó de su escondrijo a rastras.

— ¡Lord Walder! —gritó—. ¡LORD WALDER! —El sonido del tambor retumbaba, lento y sonoro—. Basta —dijo Catelyn—. ¡Basta, os digo! Habéis pagado la traición con traición; pongamos fin a esto. —Al apretar el puñal contra la garganta de Cascabel le llegó a la cabeza el recuerdo de la habitación en la que había yacido inconsciente Bran, y volvió a sentir el acero en su propio cuello. El tambor seguía sonando—. Por favor —suplicó—. Es mi hijo. Mi primer hijo, y el último que me queda. Dejadlo marchar. Dejadlo marchar y os juro que olvidaremos esto… Olvidaremos todo lo que habéis hecho hoy. Lo juro por los antiguos dioses y por los nuevos… No… no intentaremos vengarnos…

—Solo un idiota daría crédito a semejante estupidez. —Lord Walder la miraba con desconfianza—. ¿Me tomáis por idiota, mi señora?

—Os tomo por alguien que tiene hijos. Quedaos conmigo como rehén, y también con Edmure, si es que no lo habéis matado. Pero dejad marchar a Robb.

—No. —La voz de Robb era un susurro débil—. No, madre…

—Sí. Levántate, Robb. Levántate y vete, por favor, ¡por favor! Sálvate… Si no lo hacer por mí, hazlo por Jeyne.

— ¿Jeyne? —Robb se agarró al borde del tablero y consiguió ponerse de pie—. Madre… —dijo—. Viento Gris…

—Ve a buscarlo. Ahora mismo, Robb, ¡sal de aquí!

— ¿Qué os hace pensar que se lo voy a permitir? —Lord Walder soltó un bufido.

Catelyn apretó más el puñal contra el cuello de Cascabel. El retrasado la miró en una súplica muda. Un hedor repugnante le asaltó la nariz, pero no le prestó más atención que al incesante batir lúgubre de aquel tambor. Ser Ryman y Walder el Negro trazaban círculos en torno a ella, pero a Catelyn no le importaba nada. Que hicieran con ella lo que quisiera; que la encerraran, que la violaran, que la mataran, no le importaba. Había vivido demasiado; Ned la estaba esperando. Por quien temía era por Robb.

—Por mi honor de Tully —le dijo a Lord Walder—¸ por mi honor de Stark, cambiaré la vida de vuestro hijo por la de Robb. Hijo por hijo.

La mano le temblaba tanto que estaba haciendo tintinear las campanitas de Cascabel. El sonido del tambor seguía retumbando. Los labios del anciano se movían sobre las encías desdentadas. El puñal temblaba en la mano de Catelyn, resbaladizo de sudor.

—Hijo por hijo, je, je —repitió lord Walder—. Pero ese es un nieto… y nunca me ha servido de nada.

Un hombre vestido con armadura oscura y capa color rosa claro se acercó a Robb.

—Jaime Lannister os envía recuerdos —dijo. Le clavó la espada en el corazón y la retorció.

Robb había roto el juramento que prestara, pero Catelyn cumplió el suyo. Tiró con fuerza del pelo de Aegon y le cortó el cuello hasta que la hoja rechinó contra el hueso. La sangre cálida le corrió por los dedos. Las campanitas del retrasado tintineaban, tintineaban, tintineaban, y el sonido del tambor retumbaba, retumbaba, retumbaba…

Por fin, alguien le quitó el puñal de la mano. Las lágrimas le ardían como si fueran vinagre que le corriera por las mejillas. Diez fieros cuervos le arañaban la cara con garras afiladas y le arrancaban tiras de carne; dejaban surcos profundos que se teñían de sangre. La notaba en los labios.

«Duele, duele mucho —pensó—. Nuestros hijos, Ned, nuestros pequeños. Rickon, Bran, Arya, Sansa, Robb… Robb… Por favor, Ned, por favor, haz que pare, haz que pare de doler…» Las lágrimas transparentes y las rojas corrieron juntas hasta que se tuvo desgarrado todo el rostro, aquel rostro que Ned había amado. Catelyn Stark alzó las manos bajo las mangas del vestido. Eran lentos gusanos rojos que le reptaban por los brazos, bajo la ropa. «Qué cosquillas.» Aquello la hizo reír hasta que empezó a gritar.

—Se ha vuelto loca —dijo un hombre—. Ha perdido la cabeza.

—Acabemos con esto —dijo alguien más.

Una mano la agarró por el cabello, como había hecho ella con Cascabel.

«No, no me cortéis el pelo —pensó—, a Ned le gusta mucho mi pelo.» Luego sintió el acero en la garganta, y su mordisco fue rojo y frío.



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