¿Quieres una manzana? (José B. Adolph)

El escritor peruano de ciencia ficción más reconocido es José B. Adolph. A fines de la primera década de los 2000 empezó a ser valorado por la academia literaria y ya durante los siguientes años aparecieron artículos y hasta tesis sobre su producción. ¿Cómo empezó esta vida literaria?

Como escritor, Adolph empezó a publicar en 1968, año en el que apareció El retorno de Aladino. Es un libro de cuentos muy variado no solo en temática, sino en géneros, ya sean lo fantástico, el realismo o la ciencia ficción. “¿Quieres una manzana?” es un ejemplo del último: si nos encontráramos con otra civilización, ¿qué tan grande sería la diferencia entre nuestra inteligencia y la suya?


*

Eran las 17:03 hora de a bordo, cuando —después de las medicinas de rigor— abrimos las compuertas dobles del “Explorador”. Luego de un descenso perfecto, efectuado bajo un límpido cielo azul, la nave se había posado en su trasero, casi en el centro matemático de una extensa pradera, limitada hacia el norte por una cadena de suaves colinas, y hacia los otros tres puntos cardinales por un sistema de riachuelos y pequeños lagos. La pradera misma era un cuadro casi perfecto de unos cinco kilómetros de lado, en el que crecía un pasto bien cuidado que recordaba al de uno de esos impecables jardines británicos al lado de los cuales una vereda de asfalto parece silvestre. En realidad, el único punto feo del lugar era la huella ennegrecida que habían dejado nuestros retro-cohetes al descender. 

Era precisamente el escocés MacClellan quien primero se había referido, con cierta excitación, al carácter evidentemente civilizado de la región. Las colinas estaban sembradas de arbusto colocados con ese desorden que revela al buen arquitecto de jardines y entre la hierba de la pradera misma no había una sola planta “salvaje”.

Después de tres meses de haber constituido la parte ociosa de la tripulación, el pequeño equipo de investigadores “humanos” —como nos llamábamos con cierto burlón aire de superioridad— iba a entrar en acción. Eramos solamente tres: MacClellan, el antropólogo; Julia Casares, la arqueóloga y yo, Fred Hammer, el sociólogo. Nuestra incursión en el primer viaje al sistema número tres de Betelgeuse había causado ciertos problemas en círculos adictos a la casta militar, pero ése es otro problema y los interesados pueden referirse a mi ensayo “Movilidad Social en la Década 2,110—2,120”, que puede ser solicitado a la biblioteca central bajo la ficha XVI —56—F—678 según el sistema a colores de Benson. Rotos finalmente los obstáculos, nuestras relaciones con el resto de la tripulación fueron excelentes y la comunicabilidad interespes funcionó perfectamente. Los demás pertenecían a la espes técnica, a la militar (entre esas especializaciones generalmente el contacto es rápido) y a la prospectora. Nosotros, claro está, tuvimos que ejercer nuestras cualidades diplomáticas en más de una ocasión, pero al final de cuentas hasta un prospector de materias básicas necesita un ajedrez para no perder la cabeza. Tenía que ser un espes “humano” a quien se le ocurriera traer un tablero. 

“A ver”, dijo el espes M—II Akira Tanahashi con el ceño fruncido sobre su eterna sonrisa de complacencia, “a ver si se dan un paseíto. ¿Están ustedes listos para salir?”

“Naturalmente”, dijo Casares, no sin antes retocarse el maquillaje verde de los senos y pasarse un peine por la breve cabellera. Dos minutos después, los tres mosqueteros  pisábamos por primera vez la mullida hierba del planeta, que parecía esperar un partido de tenis. Montamos en el pequeño vehículo que nos habían prestado los prospectores —aprovecho la oportunidad para mencionar la solicitud de un incremento presupuestal en favor de la espes sociológica, actualmente en estudio por la comisión respectiva del parlamento— y partimos rumbo a las colinas.

Momentos después habíamos llegado a ellas y descendido por la vertiente norte, cuando nos topamos con el grupo sentado alrededor de una pequeña fogata. Era media docena de personas de ambos sexos, de piel clara, y totalmente desnudos. Al ver nuestro vehículo no mostraron sorpresa alguna. Con gestos nos invitaron a acercarnos. Detuvimos la marcha y descendimos. Como es de esperar, nuestros corazones latían fuertemente. No corresponde a un informe de esta naturaleza expresar literariamente la emoción que nos embargaba: basta recordar que ésta parecía ser la primera vez —después del chasco con los reptiles-ingenieros de Plutón, que resultaron ser poco más que inteligentes que las hormigas terrestres— que el ser humano se topaba con seres de mentalidad avanzada. 

Que lo eran se notaba en seguida. Sus gestos eran humanos, hasta el punto de que, en un principio, nació en nosotros la sospecha que fueran parte de alguna expedición terrestre anterior, de la que no habíamos tenido noticias. Pero esto, naturalmente, era imposible. 

Al llegar al grupo, se pusieron de pie y se acercaron a nosotros con curiosidad. Con cierta falta de maneras —como murmuró MacClellan— se dedicaron a tocar nuestras ropas y a hablarnos excitadamente en un idioma incomprensible. Recién ahora, al verlos de pie, descubrimos una diferencia importante respecto a nosotros. Ninguno de ellos medía más de un metro cuarenta de estatura. Por lo demás, carecían totalmente de vellos corporales y en la cabeza tenían una cantidad de cabellos parecida a la que, en la tierra, tiene una mujer en los brazos.

Era apenas un suave vello, generalmente rubio, que la brisa agitaba constantemente.

Al notar que no nos entendíamos, uno de ellos corrió a un montón de ropas que había bajo un arbolito y volvió con un aparatito negro muy parecido a uno de nuestros radioteléfonos a micro-circuito. Con señas, nos invitó a hablar. Cada vez que decíamos una frase, el extraño oprimía un botón-selector. Pero del pequeño parlante sólo surgía un monótono bip-bip. Deduje que se trataba de un traductor simultáneo y que el hombrecito estaba recorriendo la gama de lenguajes del aparato para encontrar nuestro idioma.

Quince minutos después, el experimento terminó sin éxito. El castellano no figuraba entre sus idiomas conocidos, lo que sólo puede extrañar a un filólogo español, pero a nosotros no nos pareció nada raro. Pero MacClellan sugirió probar con el inglés que, después de todo, había sido el idioma de las comunicaciones en la Tierra hasta la catástrofe de 1979. Después de farfullar algo sobre el imperialismo latinoamericano, MacClellan comenzó a hablarle al aparato en inglés. Como todos entendemos ese idioma, —aunque desde la guerra de 1979 no queremos confesarlo— no pude menos que sonreír al escuchar que, como de costumbre, lanzaba denuestos contra la potencia latina y a sugerir que el movimiento de renacimiento anglo algún día recapturaría la supremacía. Para sorpresa nuestra, el aparatito dio señales de vida al cabo de unos minutos. 

Uno de los hombres del planeta —que Casares, como era de esperarse, ya había bautizado como Atlántida en un alarde de ingenio— hizo su primera pregunta. Fue así:

“¿Quieren ustedes una manzana?”

Nos miramos un poco incrédulos. Yo retruqué: “¿Está usted seguro que su traductor funciona normalmente?”

La respuesta llegó de inmediato:

“El traductor funciona perfectamente. Les he preguntado si desean consumir una fruta proveniente de un árbol de la familia de las rosáceas. Los ejemplares de este lugar son realmente exquisitos”.

“Espera, espera”, dijo otro de ellos, de sexo femenino. “Pregúntales de dónde vienen”.

“¿De dónde vienen?”, preguntó obedientemente el primer preguntador.

“Vamos a proceder en orden”, dije yo. “Primeramente, venimos de la Tierra, tercer planeta del sistema que llamamos solar, en la Vía Láctea. Coordenadas nuestras: Cero total. Yo me llamo Fred, ella es Julia, y él es John. Ustedes, ¿quiénes son y cómo llaman a este planeta?”.

Creí que mi pequeño discurso interplanetario los iba a sacar de sus casillas, pero nuestra trascendente información no pareció afectarlos en los más mínimo. Parecía que todos los días llegaran a este mundo visitantes del espacio.

“Este planeta se llama Yoguer. Nosotros somos Ika, Veral, Corote, Maleva, Teras y Mulana. También venimos de otros planetas”. 

“Ajá”, dije yo, porque no se me ocurrió otra cosa. Evidentemente, éste era un lugar de citas espaciales.

La chica que quería saber nuestra procedencia dijo, entonces:

“Tenemos un problema teórico que hemos venido a resolver aquí…”.

“¿Desnudos?”, preguntó Julia, su pornografía siempre lista como un boy-scout.

“…para el cual posiblemente ustedes puedan ayudarnos”.

“Si nos es posible, encantados”, repuse cortésmente. 

“¿Están seguros de que no quieren una manzana?”, insistió suavemente Veral.

“Espera, Veral”, dijo Maleva. “Déjame plantearles el problema primero. Si lo resuelven, les damos una manzana”.

Veral se encogió de hombros.

“El problema es el siguiente”, prosiguió Maleva. “Suponga usted que en el decurso de una religión de tipo panteísta, los filósofos de esa religión son asediados por una herejía que plantea el vegetarianismo como condición sine qua non para la santidad. (El razonamiento es elementalmente sencillo: no se puede devorar lo adorado). El sacerdocio oficial, sin embargo, plantea que el devorar lo adorado no constituye delito contra lo divino ya que incorpora al organismo los elementos de santidad de lo devorado. Y ahora viene la pregunta: en un eventual cisma, ¿puede intervenir una tercera fuerza dirimente, y qué plantearía ésta?”.

Seis caras ansiosas nos rodearon. Nosotros tres nos miramos. 

“En realidad”, dijo McClellan, “este sería un asunto para los espes filosóficos…”.

“No necesariamente”, dije yo. “Tú, como antropólogo…”.

“… Y tú, cómo sociólogo”, dijo Julia, señalándome.

“¿Qué es un espes?”, preguntó Ika.

“Una categoría humana”, repuse. “Se basa en la especialización. Cada hombre y mujer se especializa en algo y de lo demás sólo tiene una idea relativamente vaga”.

“¿Por qué?”, preguntó Maleva.

“Bueno, porque la suma de conocimientos humanos en las diferentes ramas del saber es tan vasta, que nadie puede aspirar a saberlo todo”.

“Qué curiosa idea”, dijo Veral. “¿Por eso no querían la manzana?”.

“Eres un tonto, Veral”, dijo Maleva. “Lo que pasa es que en el planeta del señor aún se piensa en el subnivel tres, o, a lo más, en el dos. Obviamente aún no han descubierto la diferenciación cerebral”.

“¿Quieres decir que…?”.

“Claro. Funcionan como si el cerebro fuese una unidad. Simplemente almacenan hasta que no reciben más o estallan. Apuesto a que ustedes todavía duermen y tienen enfermos mentales”.

“¿Ustedes no?”, le preguntó Julia.

La media docena rio, divertida. “Y apuesto”, prosiguió, inexorablemente, Maleva, “que tienen guerras, cibernética, robots y otras antiguallas por el estilo”.

“Antiguallas”, dijo Julia y me miró con cara de perro pateado.

“Propongámosles otro problema” sugirió Teras, sonriendo. “¿Alguno de ustedes podría decirme si el pensamiento imperativo es más rápido que el envolvente-afectivo?”.

“Eso es demasiado fácil”, gruñó Maleva. “Todo el mundo…”.

“Creía que la velocidad del pensamiento es uniforme”, susurré humildemente.

Los seis se miraron. Veral dijo: “¿Ya ven? Lo importante es ofrecerles algo. No cooperan”.

“Claro que cooperamos”, protesté.

“Entonces díganme solamente esto: ¿Cuál es el principal factor de ruptura de una continuidad cultural?”.

“Supongo que si no respondo a eso, no me darán la manzana”, dije, un poco amargado ya.

Veral sonrió.

“Bueno”, dijo MacClellan, “habría que analizar de qué tipo de cultura se está hablando. En la tierra han existido muchos factores: guerras, pestes, en fin…”.

“Quizás haya planteado mi pregunta en un nivel errado”, concedió Veral. “No me refería a causas externas, materiales. No hablaba de sociedades primitivas. ¿Cuál es el principal factor interno?”.

MacClellan se rascó la cabeza. “La decadencia de una cultura…” comenzó, pero Veral lo interrumpió con un gesto impaciente. 

“No le hablo de los síntomas, sino de las causas…”.

“¿Usted quiere saber a qué se debe la decadencia de una cultura?”.

“Pero sí, mi amigo. No me diga que no ha oído usted hablar de trasmutación de antivalores ni de descensos de la compensación volitiva en el sistema de especulaciones silenciosas, también conocidos como veleidades demoníacas”.

“Prefiero la manzana”, dije yo, angustiado. Obviamente habíamos caído en medio de una supercivilización que —ajena a todo accesorio cibernético— parecía dominar totalmente sus fuerzas mentales. Una raza de filósofos que no duermen y de los cuales no me extrañaría que pudieran volar.

Se lo pregunté. “¿Pueden ustedes volar?”

“¿Para qué?”, me respondieron. “La realización de un acto físico no puede ser más que un método para aumentar la capacidad de concebirlo y realizarlo mentalmente. Nuestro interés consiste precisamente en poder dejar de volar, de caminar, de actuar. Hasta ese aparatito traductor no es más que una especie de `muleta´ temporal”.

“Pero ustedes, aquí…” comencé a decir cuando, aparentemente del follaje de los árboles, surgió la voz firme y cariñosa de un hombre. Del pequeño aparato traductor, una voz metálica, ajena a todo, repitió:

“Se ruega a todos reunirse en los puntos programados. La partida ha sido fijada para dentro de cuatro voliciones de dos categorías cada una. A esa hora partiremos. Ningún niño debe retardarse. El primer kindergarten de nivel inferior termina así sus clases. Empiecen ahora con su primera volición”.

Los tres terráqueos nos miramos, incapaces de abrir la boca.

Antes de comenzar a concentrarse, Veral vino hasta mí. Me puso una manito en el antebrazo y me dijo:

“¿Estás seguro de que no quieres una manzana?”.

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