It: La muerte de Georgie

En las versiones cinematográficas de 1990 (bueno, miniserie) y 2017, una de las escenas iniciales es la mencionada en el título. El niño de impermeable amarillo que, luego de recibir su último barquito de papel por parte de William ―su hermano―, resulta siendo la primera víctima importante de Pennywise. ¿Cómo narra la novela esta muerte? Léela a continuación.

Oh, por cierto, cuando aún estaba en casa, Georgie se percató de la pequeña tortuga impresa en la tapa de una lata de cera. Quienes aún no lo sepan, la Tortuga es muy importante para la verdadera naturaleza de It. Y sí, en la traducción (Debolsillo, portada de abajo) es George y no Georgie.


*

Y allí estaba, persiguiendo su barco de papel por el lado izquierdo de Witcham Street. Corría deprisa, pero el agua le ganaba y el barquito estaba sacando ventaja. Oyó un rugido y vio cómo cincuenta metros más adelante, colina abajo, el agua de la cuneta se precipitaba en una boca de tormenta que aún continuaba abierta. Era un largo semicírculo abierto en el bordillo de la acera y mientras George miraba, una rama desgarrada, con la corteza oscura y reluciente se hundió en aquellas fauces. Pendió por un momento y luego se deslizó hacia el interior. Hacia allí se encaminaba su barco. 

—¡Mierda! —chilló horrorizado.

Forzó el paso y, por un momento, pareció que iba a alcanzarlo. Pero George resbaló y cayó despatarrado con un grito de dolor. Desde su nueva perspectiva, a la altura del pavimento, vio que el barco giraba en redondo dos veces, atrapado en otro remolino, antes de desaparecer.

—¡Mierda y mierda! —volvió a chillar, golpeando el pavimento con el puño.

Eso también le dolió, y se echó a sollozar. ¡Qué manera tan estúpida de perder el  barco!

Se dirigió hacia la boca de tormenta y allí se dejó caer de rodillas, para mirar el interior. El agua hacía un ruido hueco al caer en la oscuridad. Ese sonido le dio escalofríos. Hacía pensar en…

—¡Eh! —exclamó de pronto, y retrocedió.

Allí adentro había unos ojos amarillos. Ese tipo de ojos que él siempre imaginaba, sin verlos nunca, en la oscuridad del sótano. «Es un animal ―pensó―; eso es todo: un animal; a lo mejor un gato que quedó atrapado…»

De todos modos, estaba por echar a correr a causa del espanto que le produjeron aquellos ojos amarillos y brillantes. Sintió la áspera superficie del pavimento bajo los dedos y el agua fría que corría alrededor. Se vio a sí mismo levantándose y retrocediendo. Y fue entonces cuando una voz, una voz razonable y bastante simpática, le habló desde dentro de la boca de tormenta:

―Hola, George.

George parpadeó y volvió a mirar. Apenas daba crédito a lo que veía; era algo sacado de un cuento o de una película donde uno sabe que los animales hablan y bailan. Si hubiera tenido diez años más, no habría creído en lo que estaba viendo, pero no tenía dieciséis años sino seis.

En la boca de tormenta había un payaso. La luz era suficiente para que George Denbrough estuviese seguro de lo que veía. Era un payaso, como en el circo o en la tele. Parecía una mezcla de Bozo y Clarabell, el que hablaba haciendo sonar su bocina en Howdy Doody, los sábados por la mañana. Búfalo Bob era el único que entendía a Clarabell, y eso siempre hacía reír a George. La cara del payaso metido en la boca de tormenta era blanca; tenía cómicos mechones de pelo rojo a cada lado de la calva y una gran sonrisa de payaso pintada alrededor de la boca. Si George hubiese vivido años después, habría pensado en Ronald McDonal antes que en Bozo o en Clarabell.

El payaso sostenía en una mano un manojo de globos de colores, como tentadora fruta madura. En la otra, el barquito de papel de George.

―¿Quieres tu barquito, Georgie? ―El payaso sonreía.

George también sonrió, sin poder evitarlo.

―Sí, lo quiero.

El payaso se echó a reír.

―¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Quieres un globo?

―Bueno… sí, por supuesto. ―Alargó la mano pero de inmediato la retiró―. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo dice mi papá.

―Y tu papá tiene mucha razón ―replicó el payaso sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran amarillos, si eran de un azul brillante como los de su mamá y de Bill―. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George, soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise el Payaso. Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise. Ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco. ¿Correcto?

George soltó una risita.

―Correcto. ―Volvió a estirar la mano… y a retirarla―. ¿Cómo te has metido ahí adentro?

―La tormenta me trajo volaaaando ―dijo Pennywise el Payaso―. Se llevó todo el circo. ¿No sientes olor a circo, George?

George se inclinó hacia adelante. ¡De pronto olía a cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados! ¡Y vinagre blanco, del que se pone en las patatas fritas! Y olía a algodón de azúcar, a buñuelos, y también a estiércol de animales salvajes. Olía el aroma regocijante del aserrín. Y sin embargo…

Sin embargo, bajo todo eso olía a inundación, a hojas deshechas y a oscuras sombras en bocas de tormenta. Era un olor húmedo y pútrido. El olor del sótano.

Pero los otros olores eran más fuertes.

―Sí, lo huelo ―dijo.

―¿Quieres tu barquito, George? Te lo pregunto otra vez porque no pareces desearlo mucho.

Y se lo enseñó, sonriendo. Llevaba un traje de seda abolsado con grandes botones color naranja. Una corbata brillante, de color azul eléctrico, le caía por la pechera. En las manos llevaba grandes guantes blancos, como Mickey y Donald.

―Sí, claro ―dijo George, mirando el interior de la boca de tormenta.

―¿Y un globo? Los tengo rojos, verdes, amarillos, azules…

―¿Flotan?

―¿Qué si flotan? ―La sonrisa del payaso se acentuó―. Oh, sí, claro que sí. ¡Flotan! También tengo algodón de azúcar…

George estiró la mano.

El payaso le sujetó el brazo.

Y entonces George vio cómo la cara del payaso se convertía en algo tan horripilante que lo peor que había imaginado sobre la cosa del sótano parecía un dulce sueño. Lo que vio destruyó su cordura de un zarpazo.

Flotan ―croó la cosa de la alcantarilla con una voz que reía como entre coágulos.

Sujetaba el brazo de George con su puño grueso y agusanado. Tiró de él hacia aquella horrible oscuridad por donde el agua corría y rugía y aullaba llevando hacia el mar los desechos de la tormenta. George intentó apartarse de esa negrura definitiva y empezó a gritar como un loco hacia el gris cielo otoñal de aquel día de otoño de 1957. Sus gritos eran agudos y penetrantes y a lo largo de toda la calle, la gente se asomó a las ventanas y salió a los porches.

Flotan ―gruñó la cosa―, flotan, Georgie. Y cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás.

El hombro de George chocó contra el bordillo. Dave Gardener, que ese día no había ido a trabajar al Shoeboat debido a la inundación, vio sólo a un niño de impermeable amarillo, un niño que gritaba y se retorcía en el arroyo mientras el agua lodosa le corría sobre la cara haciendo que sus alaridos sonaran burbujeantes.

―Aquí abajo todo flota ―susurró aquella voz nauseabunda, riendo, y de pronto sonó un desgarro y hubo un destello de agonía y George Denbrough dejó de existir.

Dave Gardener fue el primero en llegar. Aunque llegó sólo cuarenta y cinco segundos después del primer grito, George Denbrough ya había muerto. Gardener lo agarró por el impermeable, tiró de él hacia la calle… y al girar el cuerpo de George, también él empezó a gritar. El lado izquierdo del impermeable del niño estaba de un rojo intenso. La sangre fluía hacia la alcantarilla desde el agujero donde había estado el brazo izquierdo. Un trozo de hueso, horriblemente brillante, asomaba por la tela rota.

Los ojos del niño miraban fijamente el cielo y mientras Dave retrocedía a tropezones hacia los otros que ya corrían por la calle, empezaron a llenarse de lluvia.

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