It: La criatura llega a la Tierra

Tal vez para muchos no es sorpresa saber que el payaso Pennywise es solo una forma más de Eso, una entidad que solo puede ser nombrada de tal manera por el Club de los Perdedores. Inclusive ya se sabe que en la segunda película de It: chapter two incluirán el rito de Chüd, un medio vital para poder derrotarlo.

Sin embargo, durante la infancia del grupo protagonista, Ben encuentra el libro Espíritus de las grandes llanuras y descubre que las antiguas tribus indígenas del Oeste estadounidense creaban un pozo de humo para poder tener visiones y saber cómo actuar en asuntos importantes. Dentro del recinto se reunían las personas y tapaban la salida con ramas y objetos similares para que el humo pudiera impregnar fácilmente a todos. Y, claro, al final los chicos lo llevan a la práctica sin saber que veríamos una de las escenas más reveladoras para conocer más sobre el origen de Pennywise. Sin más, señores, asistamos a tiempos prehistóricos. ¿No les recuerda al horror cósmico? El siguiente fragmento pertenece a la cuarta parte “Julio de 1958”, capítulo XV “El pozo de humo”.


*

Ya no estaban adentro.

Los dos se encontraron de pie, juntos, en medio de Los Barrens, y estaba anocheciendo.

Eran los Barrens y Richie lo sabía, pero todo era distinto. El follaje se veía más denso, salvajemente voluptuoso. Había plantas que él no había visto en su vida y comprendió que algunas de las cosas que tomó por árboles eran, en realidad, helechos gigantescos. Se oía correr agua, pero con mucha más potencia de la normal; aquello no parecía la perezosa corriente del Kenduskeag, sino el río Colorado en el Gran Cañón.

Además, hacía calor. En Maine solía hacer bastante calor durante el verano y la humedad era tal que uno, a veces, se sentía pegajoso al meterse en cama. Pero allí hacía más calor y humedad de la que Richie había experimentado en su vida. Una niebla baja, ahumada y densa, llenaba los huecos de la tierra y se enroscaba a las piernas de los chicos. Tenía un olor fino y acre que se parecía al del humo de leña verde.

Él y Mike empezaron a caminar hacia el agua sin decir palabra, abriéndose paso entre el extraño follaje. De algunos árboles colgaban lianas gruesas como sogas que parecían hamacas. Richie oyó cómo algo corría precipitadamente entre la maleza. Parecía un animal más grande que un venado.

Richie se detuvo lo suficiente para mirar alrededor, girando en círculo para estudiar el paisaje. Sabía dónde debía estar el grueso cilindro blanco de la torre-depósito, pero no estaba allí. Tampoco el puente de ferrocarril que cruzaba hasta los patios de maniobras, en el extremo de Neibolt Street, ni las construcciones de Old Cape. Allí donde debía estar Old Cape sólo había barrancos bajos, salientes rocosas y grandes piedras entre gigantescos helechos y árboles.

Arriba se oyó un aleteo. Los chicos agacharon la cabeza en el momento en que pasaba un escuadrón de murciélagos, los más grandes que Richie había visto en su vida, y por un momento se aterrorizó, aún más que mientras huía con Bill en Silver perseguidos ambos por el hombre lobo. El silencio y el carácter extraño de ese lugar eran terribles, pero su espantosa familiaridad era aún peor.

«No hay por qué asustarse ―se dijo―. Recuerda que es sólo un sueño, una visión. Yo y el viejo Mikey estamos en la casita del club, envueltos en humo. Muy pronto, Gran Bill se pondrá nervioso porque no respondemos. Entonces él y Ben bajarán a sacarnos. Esto es sólo de mentirijillas, como dice Conway Twitty.»

Pero vio que un murciélago tenía un ala tan desgarrada que por ella se veía brillar el sol neblinoso, y cuando pasaron debajo de un helecho gigante vio una gorda oruga amarilla que cruzaba una ancha fronda dejando caer su sombra hacia atrás. En el cuerpo de la oruga saltaban diminutos insectos negros. Si eso era un sueño, era el más nítido que había tenido en su vida.

Caminaron hacia el agua y, en aquella espesa niebla que les llegaba a las rodillas, Richie no sabía si sus pies tocaban el suelo o no. Llegaron a un sitio en que tanto la niebla como el suelo se interrumpían. Él miró, estupefacto. Aquél no era el Kenduskeag… y sin embargo lo era. La corriente hervía en un curso estrecho, cortado en la misma roca. Al otro lado se veía un corte de siglos en capas de piedra: rojas, naranja, rojas otra vez. No se podía cruzar ese arroyo pisando unas cuantas piedras. Hubiese hecho falta un puente de cuerdas y uno sabía que, si caía en el agua, sería barrido de inmediato. El ruido del torrente sonaba a furioso y mientras Richie caminaba, boquiabierto, vio que un pez de plata daba un salto en un arco imposible tratando de alcanzar a los insectos que formaban móviles nubes sobre la superficie del agua. Volvió a caer, con un chapoteo, dando a Richie el tiempo suficiente para registrar su presencia y darse cuenta de que en su vida había visto un pez como ése, ni siquiera en libros.

Las aves formaban bandadas en el cielo, chillando con aspereza. No una docena ni dos docenas: por un momento los pájaros oscurecieron tanto el cielo que borraron el sol. Otra bestia pasó a toda velocidad por entre los matorrales. Y varias más. Richie giró en redondo, con el corazón palpitándole en el pecho, y vio algo similar a un antílope que pasaba como un relámpago.

«Algo va a pasar y ellos lo saben.»

Las aves desaparecieron. Probablemente habían aterrizado en masa, más al sur. Otro animal pasó ruidosamente junto a ellos… y otro más. Después se hizo el silencio, salvo el incesante rumor del Kenduskeag. Ese silencio tenía una cualidad de espera, una cualidad preñada que a Richie no le gustó. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y buscó a tientas la mano de Mike.

―¿Sabes dónde estamos? ―preguntó, a gritos―. ¿Tienes la palabra?

―¡Sí, por Dios! ―gritó Mike―. ¡La tengo! ¡Esto es el pasado! ¡Richie! ¡El pasado!

Richie asintió. El pasado de tiempos remotos, cuando todos vivíamos en la selva y nadie vivía en otra parte. Estaban en Los Barrens tal como habían sido sabe Dios cuántos miles de años atrás. Estaban en algún pasado imposible de imaginar, antes de la edad de hielo, cuando Nueva Inglaterra era tan tropical como hoy lo es Sudamérica… si aún existía el hoy. Volvió a echar un vistazo, nervioso; casi esperaba ver la cabeza de un brontosaurio contra el cielo, mirándolos, con la boca llena de barro y plantas arrancadas o un tigre que los acechara desde la espesura.

Pero sólo existía ese silencio, como el que reina cinco o diez minutos antes de que estalle una tormenta eléctrica, cuando los relámpagos purpúreos se acumulaban en el cielo y la luz toma un extraño color amarillo amoratado, cuando el viento cesa por completo y uno percibe un aroma denso.

«Estamos en el pasado, hace un millón de años, o diez millones, u ochenta millones, pero aquí estamos y algo va a pasar. No sé qué, pero algo va a pasar y tengo miedo, quiero que esto termine, quiero volver, Bill, por favor, sácanos de aquí, es como si hubiéramos caído en una película, por favor, ayúdanos…»

La mano de Mike estrechó la suya y él notó entonces que el silencio se había roto. Se sentía una vibración grave que se percibía en la piel, en vez de en los tímpanos. Fue en aumento. No tenía tono; simplemente, era:

(la palabra en el principio era la palabra el mundo el)

un sonido sin melodía, sin alma. Buscó a tientas un árbol que tenían cerca y al tocar el tronco con la mano, percibió la vibración atrapada dentro. En ese mismo instante comprendió que podía sentirlo en los pies: un latido firme que subía por los tobillos hasta las rodillas convirtiendo sus músculos en diapasones.

Crecía. Crecía.

Venía del cielo. Contra su voluntad, pero sin poder evitarlo, Richie levantó la cara. El sol era una moneda fundida que quemaba un círculo en la capa de nubes bajas, rodeada por un fantasmal halo de humedad. Abajo, ese tajo verde y fértil que eran Los Barrens permanecía en completo silencio. Richie creyó comprender qué era aquella visión: estaban por presenciar el advenimiento de Eso.

La vibración adquirió voz: un rugido resonante que fue creciendo hasta aturdir. Richie se cubrió los oídos con las manos y gritó, pero no oyó su propio grito. Mike Hanlon, a su lado, estaba haciendo lo mismo y Richie vio que sangraba por la nariz.

Al oeste, las nubes se encendieron con un capullo de fuego rojo. Avanzó hacia ellos, dejando un rastro y fue ensanchándose de arteria a arroyo, a río de ominoso color y entonces, cuando un objeto ardiente cayó atravesando la capa de nubes, llegó el viento. Era caliente y chamuscante, lleno de humo; sofocaba. La cosa del cielo era gigantesca, como una cabeza de cerilla encendida, cuyo fulgor casi impedía mirarla. De ella se desprendían arcos de electricidad, látigos azules que dejaban truenos a su paso.

―¡Una nave espacial! ―vociferó Richie, cayendo de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos―. Oh, Dios mío, es una nave espacial.

Pero estaba convencido (y así lo diría a los otros después) de que no era una nave espacial, aunque debía haber cruzado el espacio para llegar. Aquello que había descendido en aquel día remoto, fuera lo que fuese, había llegado desde un lugar más lejano que otra estrella u otra galaxia, y si la primera idea que acudió a su mente fue nave espacial, quizá se debió a que su mente no tuvo otro modo de expresar lo que sus ojos veían.

Entonces se produjo una explosión, un rugido al que siguió un fuerte choque resonante que los arrojó al suelo. Esa vez fue Mike quien buscó a tientas la mano de Richie. Hubo otra explosión. Richie abrió los ojos y vio un resplandor de fuego y una columna de humo que se elevaba hasta el cielo.

―¡Eso! ―gritó a Mike aterrorizado. Nunca en su vida había experimentado ni experimentaría emoción alguna tan intensa, tan abrumadora. ¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!

Mike lo levantó a tirones. Ambos corrieron por la alta ribera del Kenduskeag joven sin darse cuenta de lo cerca que estaban de la pendiente. Mike tropezó y cayó raspándose la pantorrilla y desgarrándose los pantalones. Se había levantado viento y llevaba hacia ellos el olor de la selva incendiada. El humo se fue tornando más espeso. Richie cobró vaga conciencia de que él y Mike ya no corrían solos. Los animales habían vuelto a ponerse en marcha: huían del humo, del fuego, de la muerte. Huían, tal vez, de Eso. Del recién llegado a su mundo.

Richie empezó a toser. Oyó que también Mike tosía. El humo era más denso; envolvía los verdes, los grises, los rojos del día. Mike volvió a caer y Richie perdió el contacto de su mano. Lo buscó a tientas y no lo encontró.

―¡Mike! ―aulló, presa del pánico, tosiendo―. Mike, ¿dónde estás? ¡Mike! ¡Mike!

Pero Mike había desaparecido. No estaba por ninguna parte.

―¡Richie! ¡Richie! ¡Richie!

(¡¡GUAC!!)

―¡Richie! ¡Richie! ¡Richie!, ¿estás

*

bien?


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