Hellraiser: Los cenobitas aparecen

En 1987 se estrenó la película con la cual conoceríamos al famoso Pinhead: Hellraiser. Con un poco del gore ya clásico del cine de terror de aquel entonces, pero con un tono e historias peculiares, nacía una trama que aún a día de hoy es recordada por su audacia en el nivel de violencia y por presentar personajes no idealizados. Este efecto con tono decadente se puede notar también en la novela original escrita por Clive Barker y que dio origen a la versión cinematográfica. 

Y, claro, no se puede obviar la participación de los cenobitas, seres desfigurados provenientes de la dimensión que abre la caja de Lemarchand. Si nos centramos solo en el libro original de 1986, entonces su primera aparición la tenemos al inicio cuando Frank decide resolver el acertijo del cubo. Placer y tortura, Barker mezcla ambos conceptos como elementos inseparables en una trama que tiene la posibilidad de ya ser un clásico del terror. ¿Qué ocurre al activar el mecanismo críptico? Léelo aquí abajo.


*

Tan absorto estaba Frank en resolver el acertijo de la caja de Lemarchand que no oyó la gran campana que empezó a sonar. El mecanismo lo había construido un maestro artesano y la adivinanza era la siguiente, que aunque se le había dicho que la caja contenía maravillas, sencillamente no parecía haber forma de acceder a su interior, no existía pista alguna, en ninguna de sus seis caras negras y barnizadas, acerca del paradero de los puntos de presión que soltaría de las demás una pieza de este rompecabezas tridimensional.

Frank había visto acertijos parecidos (sobre todo en Hong Kong, producto de la afición de los chinos a la metafísica de madera sólida), pero a la agudeza y genio técnicos de los chinos, el francés había incorporado una lógica perversa que le era totalmente propia. Si en aquel acertijo había un sistema, Frank no había conseguido encontrarlo. Solo después de varias horas de tanteos, dio fruto una yuxtaposición aleatoria de pulgares, dedos medios y meñiques: un chasquido casi imperceptible y luego ¡victoria! un segmento de la caja se deslizó, separándose así de sus vecinos.

Hubo dos revelaciones.

La primera, que las superficies interiores estaban pulidas y brillantes. El reflejo de Frank (distorsionado, fragmentado) resbalaba por el barniz. La segunda, que Lemarchand, que en su época había sido fabricante de aves cantoras, había construido la caja de tal forma que al abrirla se disparaba un mecanismo musical, que empezaba a campanillear un corto rondó de una banalidad sublime.

Animado por su éxito, Frank procedió a trabar en la caja con un ansia fébril y de inmediato encontró nuevas alineaciones de ranura acanalada y clavija aceitada que a su vez revelaban nuevas complejidades. Y con cada solución (con cada nuevo medio giro o tirón), otro elemento armónico más se añadía a la composición, la melodía formaba contrapuntos y se desarrollaba hasta que el capricho inicial quedaba prácticamente perdido entre la ornamentación.

Y en algún momento dado de su labor había empezado a sonar la campana, un tañido firme y sombrío. No lo había oído, al menos no de forma consciente. Pero cuando el acertijo ya casi estaba terminado (desatadas las tripas espejadas de la caja), fue consciente de que el estómago le daba unos vuelcos tan violentos ante el sonido de la campana que podría llevar sonando media vida.

Levantó los ojos de su trabajo. Durante unos momentos supuso que el ruido procedía de la calle, del exterior, pero enseguida desechó esa noción. Ya era casi medianoche cuando se puso a trabajar en la caja del fabricante de aves; habían pasado varias horas (horas cuyo paso él no habría recordado salvo por el testimonio que le ofrecía su reloj) desde entonces. No había ninguna iglesia en la ciudad (por muy desesperada que estuviera por adeptos) que hiciera sonar una campana para llamar a los fieles a semejante hora.

No. El sonido venía de algún lugar mucho más distante, atravesaba la puerta misma (aún invisible) que la caja milagrosa de Lemarchand se había construido para abrir. ¡Todo lo que Kircher, que le había vendido la caja, le había prometido era verdad! Estaba en el umbral de un nuevo mundo, una provincia infinitamente alejada de la habitación en la que ahora estaba sentado.

Infinitamente alejada; y sin embargo ahora tan cerca de repente.

La idea le había acelerado la respiración. Había anticipado este momento con tal intensidad, había planeado con todo el ingenio que poseía este desgarro del velo. En unos momentos estarían aquí, aquellos a los que Kircher había llamado los cenobitas, teólogos de la Orden de la Hendidura. Invocados y sacados de sus experimentos en los planos superiores del placer para meter sus cabezas inmemoriales en un mundo de lluvia y fracasos.

Había trabajado sin descanso durante la semana anterior para prepararles la habitación. Las tablas desnudas se habían frotado con meticulosidad y salpicado de pétalos de flores. En la pared occidental había levantado una especie de altar dedicado a ellos, decorado con aquellas ofrendas apaciguadoras que Kircher les había asegurado que alimentarían los buenos oficios de las criaturas: huesos, bombones, agujas. Una jarra de su propia orina (producto de siete días de recogida) se encontraba a la izquierda del altar, por si requiriesen algún gesto espontáneo de humillación. A la derecha, un plato de cabezas de palomas, que Kircher también le había aconsejado que tuviera a mano.

No había dejado ninguna parte del ritual sin observar. Ningún cardenal, ansioso por calzarse las sandalias del pescador, habría sido más diligente. 

Pero ahora, a medida que el sonido de la campana se hacía más alto y ahogaba el tintineo de la caja de música, tuvo miedo.

Demasiado tarde, murmuró para sí con la esperanza de sobreponerse a su miedo creciente. El mecanismo de Lemarchand estaba abierto; se había girado el último dispositivo. No quedaba tiempo para evasivas ni arrepentimientos. Además, ¿acaso no había arriesgado vida y cordura para hacer posible esta revelación? La puerta se estaba abriendo ya a placeres cuya existencia apenas un puñado de seres humanos había conocido, mucho menos saboreado; placeres que redefinirían los parámetros de las sensaciones, placeres que lo liberarían de la insípida ronda de deseo, seducción y desencanto que lo había acosado desde el final de su adolescencia. Quedaría transformado por ese saber, ¿no es así? Ningún hombre podría experimentar la profundidad de semejante sentimiento y seguir siendo el mismo.

La bombilla desnuda que había en el centro de la habitación se oscureció y volvió a brillar, brilló y se oscureció de nuevo. Había adquirido el ritmo de la lámpara y ardía más con cada tañido. En los valles existentes entre tañido y tañido, la oscuridad de la habitación era completa; era como si el mundo que había ocupado durante veintinueve años hubiera dejado de existir. Luego volvía a sonar la campana y la bombilla ardía con tal fuerza que cabía pensar que nunca vacilaría y durante unos preciosos segundos se encontraba de pie en un lugar conocido, con una puerta que llevaba al resto de la casa para luego bajar a la calle y una ventana a través de la cual (si él tuviera la voluntad, o la fuerza, de apartar la persiana de un tirón) quizá pudiera vislumbrar un rumor de la mañana.

Con cada repique la luz de la bombilla revelaba más cosas. Bajo su luz vio que la pared oriental se descascarillaba; vio que el ladrillo por un momento perdía su solidez y estallaba; vio, en el mismo instante, el lugar que había más allá de la habitación, el lugar del que surgía el estrépito de la campana. ¿Era un mundo de pájaros? ¿Gigantescos pájaros negros atrapados en una tempestad perpetua? Fue todo el sentido que le encontró al mundo del que, aún ahora, procedían los hierofantes, sumido en la confusión y lleno de cosas aceradas, rotas, que se elevaban y caían y llenaban el aire oscuro con su terror.

Y entonces la pared volvió a adquirir solidez y la campana guardó silencio. La bombilla se apagó con un parpadeo. Esta vez se extinguió sin esperanza de reavivarse.

Permaneció en la oscuridad sin decir nada. Aun si pudiera recordar las palabras de bienvenida que había preparado, su lengua no las habría pronunciado, se estaba haciendo la muerta dentro de la boca.

Y luego, luz.

Procedía de ellos: del cuarteto de cenobitas que ahora, con la pared sellada tras ellos, ocupaban la habitación. Una fosforescencia caprichosa, como el fulgor de los peces del abismo: azul, fría, sin atractivo alguno. Se le ocurrió a Frank que ni una vez se había preguntado qué aspecto tendrían. Su imaginación, si bien fértil cuando se trataba de supercherías y robos, estaba agotada en otros aspectos. El talento necesario para imaginarse a estas eminencias era algo que estaba muy por encima de él, así que ni siquiera lo había intentado.

¿Por qué entonces lo angustiaba tanto poner los ojos en ellos? ¿Eran las cicatrices que cubrían cada centímetro de sus cuerpos, la carne perforada, rebanada e infibulada por procedimientos cosméticos y luego espolvoreada de ceniza? ¿Era el olor a vainilla que traían con ellos, cuya dulzura no conseguía disfrazar el hedor que surgía debajo? O era que a medida que la luz aumentaba y él los examinaba más de cerca, no veía ninguna alegría, ni siquiera humanidad, en sus rostros mutilados: solo desesperación y un apetito que hacía que sus intestinos ansiaran vaciarse.

―¿Qué ciudad es esta? ―inquirió uno de los cuatro.

A Frank le costó adivinar el sexo del hablante con cierta seguridad. Sus ropas, algunas de las cuales estaban cosidas a la piel o bien la atravesaban, ocultaban sus partes pudendas y no había nada en las heces de su voz, ni en los rasgos, desfigurados por voluntad propia, que ofrecieran la menor pista. Al hablar, los ganchos que transfiguraban los pliegues de los ojos y que estaban unidos, por medio de un intricado sistema de cadenas que atravesaban la carne y el hueso por igual, a ganchos similares que perforaban el labio inferior, temblaban con el movimiento y exponían la carne reluciente que había debajo.

―Te he hecho una pregunta ―dijo. Frank no respondió. El nombre de esta ciudad era lo último que tenía en mente.

―¿Entiendes? ―quiso saber la figura que había al lado del primer orador. Su voz, al contrario que la de su compañero, era ligera y agitada, la voz de una chiquilla emocionada. Se había tatuado cada centímetro de la cabeza con una intrincada celosía y en cada intersección de ejes horizontales y verticales un alfiler enjoyado atravesaba la carne hasta el hueso. La lengua lucía una decoración parecida―. ¿Acaso sabes siquiera quiénes somos? ―preguntó.

―Sí ―dijo Frank por fin―. Lo sé.

Por supuesto que lo sabía; Kircher y él habían pasado largas noches hablando de las insinuaciones que habían entresacado de los diarios de Bolingbroke y Gilles de Rais. Todo lo que la humanidad sabía de la Orden de la Hendidura, él lo sabía.

Y sin embargo… él esperaba algo diferente. Esperaba alguna señal de los innumerables esplendores a los que tenían acceso. Había creído que vendrían con mujeres, al menos; mujeres cubiertas de aceites, mujeres de piel cremosa; mujeres rasuradas y con músculos preparados para el acto del amor: los labios perfumados, los muslos temblando, deseando abrirse, las nalgas pesadas, como a él le gustaban. Había esperado suspiros, cuerpos lánguidos tendidos en el suelo a sus pies como una alfombra viva; había esperado putas vírgenes cuyos orificios fueran todos y cada uno suyos con solo pedirlos y cuyas habilidades lo elevarían (arriba, arriba) a éxtasis nunca soñados. El mundo se olvidaría en sus brazos. Se sentiría exaltado por su lascivia, en lugar de despreciarla.

Pero no. Nada de mujeres ni suspiros. Sólo estas cosas sin sexo, con su carne ondulada.

Ahora habló el tercero. Tenía los rasgos tan escarificados (las heridas alimentadas y nutridas hasta que se inflamaban como globos) que los ojos habían quedado ocultos y las palabras corrompidas por la desfiguración de la boca.

―¿Qué quieres? ―le preguntó.

Examinó con detenimiento a su interrogador, con más confianza que a los otros dos. El miedo iba desapareciendo con cada segundo que pasaba. Los recuerdos del aterrador lugar que había tras la pared empezaban ya a alejarse. Se quedaba solo con estos decadentes decrépitos, con su hedor, su extraña deformidad, su patente fragilidad. Lo único que tenía que temer eran las náuseas.

―Kircher me dijo que seríais cinco ―dijo Frank.

―El ingeniero llegaría si el momento lo mereciese ―fue la respuesta―. De nuevo te preguntamos: ¿qué quieres?

¿Por qué no debería darles una respuesta directa?

―Placer ―replicó―. Kircher dijo que sabéis de placer.

―Oh, así es ―dijo el primero―. Todo lo que siempre has querido.

―¿Sí?

―Por supuesto. Por supuesto. ―Lo miró fijamente con unos ojos demasiado desnudos―. ¿Qué has soñado? ―dijo.

La pregunta, hecha de una forma tan escuela, lo confundió. ¿Cómo podía intentar siquiera articular la naturaleza de los fantasmas que había creado su libido? Aún buscaba las palabras cuando uno de ellos dijo:

―Este mundo… ¿te decepciona?

―Bastante ―respondió.

―No eres el primero que se cansa de su trivialidad ―fue la respuesta―. Ha habido otros.

―No muchos ―interpuso el rostro enrejado.

―Cierto. Un puñado en el mejor de los casos. Pero unos cuantos se han atrevido a utilizar la Configuración de Lemarchand. Hombres como tú, hambrientos de nuevas posibilidades, que han oído que poseemos talentos desconocidos en vuestra región.

―Había esperado… ―empezó Frank.

―Sabemos lo que esperabas ―respondió el cenobita―. Entendemos en toda su amplitud y profundidad la naturaleza de tu delirio. Nos es profundamente familiar.

Frank gruñó.

―Así pues ―dijo―, sabéis lo que he soñado. Podéis proporcionar el placer.

En el rostro de la cosa se abrió una brecha, los labios se curvaron en una mueca de desprecio: la sonrisa de un babuino.

―No como tú lo entiendes ―fue la respuesta.

Frank iba a interrumpir pero la criatura alzó una mano que lo silenció.

―Existen estados de las terminaciones nerviosas ―dijo―, estados que tu imaginación, por febril que sea, no podría ni siquiera evocar.

―¿… sí?

―Oh, sí. Desde luego que sí. Tu depravación más querida no es más que un juego de niños al lado de las experiencias que ofrecemos. ¿Querrás compartirlas?

Frank contempló las cicatrices y ganchos de aquellas criaturas. Una vez más, su lengua era incapaz de expresarse.

―¿Querrás?

Fuera, no muy lejos, el mundo empezaría pronto a despertar. Lo había visto despertar desde la ventana de esta misma habitación día tras día, el mundo se levantaba, rumbo a otra ronda más de infructuosas ocupaciones y siempre había sabido, lo sabía, que allí fuera ya no quedaba nada capaz de excitarlo. No había calor, solo sudor. No había pasión, solo una lascivia repentina y una indiferencia igual de repentina. Le había dado la espalda a esa insatisfacción. Si al hacerlo tenía que interpretar las señales que estas criaturas le traían, entonces ese era el precio de la ambición. Estaba preparado para pagarlo.

―Mostrádmelo ―dijo.

―No hay vuelta atrás. ¿Entiendes eso?

―Mostrádmelo.

No necesitaron más invitación para levantar el telón. El hombre oyó crujir la puerta, como si se abriera, y se volvió para ver que el mundo que había más allá del umbral había desaparecido, sustituido por la misma oscuridad llena de pánico de la que habían salido los miembros de la Orden. Se volvió de nuevo para mirar a los cenobitas, en busca de alguna explicación. Pero habían desaparecido. Pero su paso no había sido en vano. Se habían llevado las flores con ellos y habían dejado tras de sí solo las tablas desnudas y en la pared las ofrendas que había reunido se ennegrecían, como si estuvieran sometidas al calor de alguna llama fiera pero invisible. Olió el aroma amargo de su extinción; le escocían de tal forma las fosas nasales que estaba seguro de que empezarían a sangrar.

Pero el olor a quemado fue solo el principio. No bien lo había registrado cuando media docena de fragancias más le llenaron la cabeza. Perfumes que hasta ahora apenas había notado tenían de repente una potencia arrolladora. El aroma de los capullos hurtados permanecía en el aire; el olor de la pintura del techo y de la savia de la madera que tenía bajo los pies, todo llenaba su cabeza. Incluso podía percibir el olor de la oscuridad que había tras la puerta y en ella la inmundicia de cien mil aves.

Se llevó la mano a la boca y la nariz para evitar que la embestida lo venciera, pero la fetidez de la transpiración de sus dedos los mareó. Quizá se hubiera dejado envolver por las náuseas si no hubiera sensaciones nuevas inundándole el sistema desde cada terminación nerviosa y papila gustativa.

Tenía la sensación de que de repente podía sentir el choque de las partículas de polvo contra su piel. Cada vez que respiraba, se le irritaban los labios; cada vez que parpadeaba, los ojos. La bilis le quemaba la parte posterior de la garganta y un fragmento de la carne de ayer que se le había alojado entre los dientes le envió espasmos por todo el sistema cuando exudó una gotita de salsa sobre la lengua.

Y no tenía los oídos menos sensibles. Tenía la cabeza llena de mil estrépitos, algunos de los cuales engendraba él. El aire que chocaba contra sus tímpanos era un huracán; las flatulencias de sus intestinos eran truenos. Pero había otros sonidos, sonidos innumerables, que lo asaltaban desde lugares más lejanos. Voces que se elevaban airadas, declaraciones de amor susurradas, rugidos y tableteos, trozos de una canción, lágrimas.

¿Era el mundo lo que oía, la mañana que irrumpía en mil hogares? No tenía oportunidad de prestar atención; la cacofonía espantaba de su cabeza cualquier capacidad de análisis que tuviera.

Pero aún era peor. ¡Los ojos! Oh, dios de los cielos, nunca había supuesto que podrían suponer un tormento semejante; él, que había pensado que no quedaba nada en la tierra capaz de sobresaltarlo. ¡Ahora se tambaleaba! ¡Por todas partes, qué visión!

El sencillo yeso del techo era una asombrosa geografía de pinceladas. El tejido de su sencilla camisa una elaboración insoportable de hilos. En la esquina vio un ácaro que se movía sobre la cabeza de una paloma muerta, y le guiñó los ojos al ver que lo veía. ¡Demasiado! ¡Demasiado!

Aterrado, cerró los ojos. Pero había más dentro que fuera; recuerdos cuya violencia lo hizo estremecer hasta el punto de casi quedarse sin sentido. Mamaba la leche de su madre y se atragantaba; sentía los brazos de su hermano a su alrededor (una pelea, verdad, ¿o un abrazo fraternal? En cualquier caso, lo asfixiaba). Y más, muchísimo más. Una vida corta de sensaciones, todas escritas con una letra perfecta en su corteza cerebral y todas rompiéndolo con su insistencia en ser recordadas.

Se sentía a punto de explotar. Seguro que el mundo que existía fuera de su cabeza (la habitación y los pájaros que había tras la puerta), todo eso, con todos sus chillones excesos no podía ser tan arrollador como sus recuerdos. Mejor eso, pensó, e intentó abrir los ojos. Pero no querían despegarse. Lágrimas, pus o aguja e hilo los habían sellado.

Pensó en los rostros de los cenobitas: los ganchos, las cadenas. ¿Lo habían sometido a una cirugía parecida, lo habían encerrado detrás de sus ojos con el desfile de su historia personal?

Temía por su cordura y empezó a dirigirse a ellos, aunque ya no tenía la certeza de que pudieran siquiera oírlo.

―¿Por qué? ―pregúntó―. ¿Por qué me estáis haciendo esto?

El eco de sus palabras rugió en sus oídos pero apenas le prestó atención. Surgían más impresiones sensoriales del pasado para atormentarlo. La infancia todavía persistía en su lengua (leche y frustración) pero ahora se unían a ella sentimientos adultos. ¡Había crecido! Tenía bigote y poder, las manos pesadas, las entrañas grandes.

Los placeres juveniles habían poseído el atractivo de la novedad pero a medida que los años pasaban despacio y la suave sensación perdía su potencia, se habían ido requiriendo experiencias cada vez más fuertes. Y aquí venían otra vez, más acerbas tras haber yacido en la oscuridad del fondo de su cabeza.

Sintió sabores sin nombre en la lengua: amargo, dulce, ácido, salado; olió especias y mierda y el cabello de su madre; vio ciudades y cielos; vio velocidad, vio profundidades; cortó pan con hombres ahora muertos y le escaldó la mejilla el calor de su saliva.

Y por supuesto, estaban las mujeres.

Siempre, entre el frenesí y la confusión, aparecían recuerdos de mujeres que lo asaltaban con sus aromas, sus texturas, sus sabores.

La cercanía de este harén lo excitó, a pesar de las circunstancias. Se abrió los pantalones y se acarició el miembro, más pendiente de derramar su semilla y verse así libre de estas criaturas que por el placer que pudiera proporcionarle.

De forma vaga era consciente, mientras se trabajaba los centímetros, de que debía de ofrecer una imagen patética: un hombre ciego en una habitación vacía, excitado por un simple sueño. Pero el orgasmo atroz, carente de alegría, ni siquiera consiguió frenar el implacable espectáculo. Le fallaron las rodillas y se le derrumbó el cuerpo sobre las tablas en las que había caído su simiente. Hubo un espasmo de dolor cuando chocó contra el suelo pero la marea se llevó la respuesta ante otra ola de recuerdos.

Rodó de espaldas y gritó; gritó y rogó que aquello terminara pero las sensaciones solo se elevaron aún más, lo azotaban a nuevas alturas con cada plegaria que ofrecía para que cesara.

Los ruegos se convirtieron en un único sonido, palabras y sentido eclipsados por el pánico. Parecía que aquello no tendría final, salvo la locura. No quedaba esperanza salvo quedarse sin esperanza.

Y cuando formulaba este último pensamiento desesperado, la tormenta paró.

De inmediato; por completo. Desaparecido. Vista, sonido, tacto, sabor, olfato. De repente había quedado privado de todo. Hubo segundos en los que dudó de su propia existencia. Dos latidos, tres, cuatro.

Al quinto latido abrió los ojos. La habitación estaba vacía, las palomas y la olla de pis habían desaparecido. La puerta estaba cerrada.

Se sentó con cautela. Le cosquilleaban los miembros; la cabeza, la muñeca y la vejiga le dolían.

Y luego… un movimiento en el otro extremo de la habitación atrajo su atención.

Allí donde, dos momentos antes, había un espacio vacío, había ahora una figura. Era el cuarto cenobita, el que no había dicho nada ni mostrado su rostro. No era un cenobita, vio entonces, sino una. La capucha que vestía antes se había desechado, al igual que las túnicas. La mujer que había debajo era gris y sin embargo relucía, los labios ensangrentados, las piernas separadas de tal modo que mostraba la elaborada escarificación del pubis. Estaba sentada sobre un montón de cabezas humanas medio podridas y sonreía para darle la bienvenida.

Aquel choque de sensualidad y muerte lo horrorizó. ¿Le cabía duda alguna de que aquella mujer había despachado a estas víctimas en persona? Tenía su podredumbre bajo las uñas y sus lenguas (veinte o más) yacían en fila sobre los muslos cubiertos de aceites, como si aguardaran para entrar. Como tampoco dudaba que los sesos que se filtraban ahora por los oídos y las narices de las cabezas habían caído en la locura antes de que un golpe o un beso les hubiera detenido el corazón.

Kircher le había mentido, o eso se había engañado de una forma horrenda. No había placer en el aire; al menos no como lo entendía la humanidad.

Había cometido un error al abrir la caja de Lemarchand. Un error terrible.

―Oh, así que has terminado de soñar ―dijo la cenobita, lo examinaba con atención mientras él yacía jadeando sobre las tablas desnudas―. Bien.

Se levantó. Las lenguas cayeron al suelo como una lluvia de babosas.

―Ya podemos empezar ―dijo la mujer.


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