El fin de la infancia: La identidad de los superseñores es revelada

El tema de la llegada de extraterrestres a nuestro planeta es un tópico harto conocido en la ciencia ficción, además de ser la comidilla de programas sobre ufología y el motor de cierta curiosidad humana. En el presente clásico de Arthur C. Clarke nos encontramos frente a tal situación, pero no bajo el modelo de la invasión violenta como ocurre en La guerra de los mundos, de H.G. Wells, sino en una hegemonía que de manera paulatina se asienta; con una clara muestra de superioridad tecnológica, claro.

La historia de la novela transcurre durante la Guerra Fría y se divide en tres partes, que desarrolla la historia de la humanidad tras la llegada de los superseñores, como se les llama ―de hecho, ya tiene una reseña en el blog. Y uno de los momentos más impactantes acaece en el inicio de la segunda parte, cuando por fin él saldrá de la nave espacial para revelar su forma ya que durante cincuenta años se mantuvieron ocultos, provocando muchos rumores sobre su naturaleza. ¿Quieres saber cómo se ven, y por qué es tan significativo? ¿O viste la serie de Syfy de 2015 que adaptó la novela y quieres leer el fragmento? Lo tienes aquí abajo.


*

―¡Ha llegado el día! ―murmuraban las radios en un centenar de lenguas―. ¡Ha llegado el día! ―decían los encabezamientos de un millar de periódicos―. ¡Ha llegado el día! ―pensaban los fotógrafos mientras probaban una y otra vez las cámaras agrupadas alrededor del vasto espacio vacío donde descendería la nave de Karellen.

Sólo había una nave ahora, suspendida sobre Nueva York. En realidad, como los hombres acababan de descubrirlo, las naves que habían flotado sobre las otras ciudades no habían existido nunca. El día anterior esas naves habían desaparecido convirtiéndose en nada, deshaciéndose como la niebla en una mañana de sol.

Las naves de aprovisionamiento que iban y venían por las lejanías del espacio eran verdaderamente reales; pero las nubes de plata que habían flotado durante toda una vida sobre las capitales terrestres sólo habían sido una ilusión. Nadie podía explicarlo, pero parecía que esas naves no fueron más que una imagen de la embarcación de Karellen. Sin embargo, había habido algo más que un simple juego de luces, pues también el radar había sido engañado, y aún vivían algunos que creían haber oído el silbido del aire mientras la flota bajaba del cielo.

No importaba. Karellen ya no tenía necesidad de ese despliegue de fuerzas. Había dejado a un lado las armas psicológicas.

―¡La nave se mueve! ―gritaron las voces, transmitidas inmediatamente a todos los rincones del planeta―. ¡Va hacia el oeste!

A menos de mil kilómetros por hora, abandonando lentamente las vacías alturas de la estratosfera, la nave marchaba hacia las grandes llanuras y hacia su segunda cita con la historia. Descendió dócilmente ante las cámaras expectantes y los apretados millares de espectadores. Entre éstos muy pocos podrían ver mejor que los millones de personas reunidos en todo el mundo ante las pantallas de televisión.

El suelo debió de temblar y crujir ante el enorme peso, pero la nave estaba aún sostenida por las fuerzas que la habían lanzado a través de las estrellas. Tocó la tierra con tanta suavidad como un copo de nieve.

Una de las curvas paredes de la nave, a una altura de veinte metros, pareció moverse y brillar; donde momentos antes sólo había habido una superficie resplandeciente y lisa, apareció una vasta abertura. Nade se veía por esa abertura ni aún con la ayuda del inquisitivo ojo de la cámara. Era tan negra como la entrada de una caverna.

Una rampa ancha y brillante salió del orificio y descendió lentamente hacia el suelo. Parecía una sólida hoja de metal con barandillas a los lados. No tenía escalones. Era tan lisa y empinada como un tobogán y ―pensamos los hombres― subir o bajar por ella parecía imposible.

El mundo se quedó mirando aquella puerta oscura, donde nada aún se había movido. En seguida, la poco escuchada, pero inolvidable voz de Karellen brotó dulcemente desde un oculto altavoz. El mensaje no pudo ser, quizá, más inesperado.

―Hay algunos niños al pie de la rampa. Quisiera que dos de ellos subieran a recibirme.

Todos callaron unos instantes. Luego, un niño y una niña se desprendieron de la multitud y caminaron naturalmente hacia la rampa y la historia. Otros niños empezaron a seguirlos, pero la voz risueña de Karellen los detuvo.

―Dos son suficientes.

Entusiasmados con la inesperada aventura, los niños ―no podían tener más de seis años― saltaron sobre la hoja metálica. Y entonces ocurrió el primer milagro.

Saludando alegremente a las multitudes que aguardaban abajo, y a los ansiosos padres ―quienes un poco tarde recordaron quizá la leyenda del flautista que se había llevado consigo a todos los niños del pueblo―, los chicos comenzaron a subir rápidamente por la cuesta empinada. Sin embargo no movían las piernas, y todos advirtieron que los cuerpos formaban un ángulo recto con la superficie de aquella rampa singular. La rampa tenía una gravedad propia, una gravedad que podía ignorar la gravedad de la Tierra. Los niños estaban aún disfrutando de la novedosa experiencia, y preguntándose qué los llevaría hacia arriba, cuando desaparecieron en el interior de la nave.

Un vasto silencio cayó sobre el mundo entero durante veinte segundos. Nadie, más tarde, pudo creer que ese tiempo hubiese sido tan corto. Al fin, la oscuridad de la abertura pareció adelantarse, y Karellen salió a la luz del sol. El niño estaba sentado en el brazo izquierdo; la niña, en el derecho. Ambos, demasiado ocupados jugando con las alas de Karellen, no advirtieron las miradas de la multitud.

Los conocimientos psicológicos de los superseñores y aquellos largos años de preparación tuvieron su premio: sólo algunas personas se desmayaron. Sin embargo no fueron pocas, sin duda, y en todas las regiones del mundo, las que sintieron durante un terrible instante, que un viejo espanto les rozaba la mente, antes de desvanecerse en forma definitiva.

No había error posible. Las alas correosas, los cuernos, la cola peluda: todo estaba allí. La más terrible de las leyendas había vuelto a la vida desde un desconocido pasado. Sin embargo, allí estaba, sonriendo, con todo su enorme cuerpo bañado por la luz del sol, y con un niño que descansaba confiadamente en cada uno de sus brazos.




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