24 Mar
24Mar

Màntra la Oscura no podía morir. Cubierta con su capucha observaba los detritos tras la incursión papal en la aldea de los caposodas. Los huesos carbonizados de cincuenta labriegos acusados de herejía estaban hacinados junto a unas vacas enfermas, frente a los establos, y el único sobreviviente era un chico mudo que había estado en el lugar correcto durante el momento correcto. Por medio de señas Wòinic le había dicho que escuchó gritos mientras meaba, así que prefirió quedarse escondido tras los arbustos. 

Tenía miedo, señora. No quería morir. —Sus señales no eran arduas de entender, aunque Màntra tenía problemas cuando no mostraba el dedo corazón en ciertas frases. 

«Vivir en este mundo no es para cualquiera, así que no debes avergonzarte», pudo decirle, pero guardó silencio. 

La peste a huesos quemados le hervía la sangre, pues cada noche presenciaba panoramas parecidos. Al pasear por los mercados los pedigüeños se retorcían de hambre sobre sus orines mientras que en el bosque los lobos devoraban cadáveres a la sombra de los sauces. También veía  mujeres golpeadas caminando por las cantinas, por tanto no era extraño que en las casas de curación las cubas rebozaran de restos fetales. Si bien odiaba el giro que tomaba el mundo, no ayudaba a finiquitar la crueldad. Era una asesina, una de las más buscadas de la Encrucijada, y si no mataba con su cuchilla, lo hacía con una dentadura postiza, forjada en hierro con pinchudos dientes. Luego cocinaba la carne o se la engullía cruda mientras hervía un caldo de hueso. Si el mudo aceptaba ir a su guarida, estaba por verse. 

—¿Por qué no vienes? —le preguntó—. Estás demasiado flaco, así que no te comeré. 

El chico se estremeció, pero la sonrisa de la mujer pareció aliviarlo. Más tarde lo ayudó a enterrar los huesos de su gente junto al río, al tiempo en que pensaba en los muertos de Piedra de Alce. 

«El capitán de la guardia Jori Cardwell, El pinche de cocina Manosmonajadas, las lavanderas Jina y Jana, y el paje Hàgor Desdichas fueron los últimos en caer». 

Esa noche, cuando alcanzaron la guarida, los ventisqueros les llegaban hasta la altura de las botas. Tras empujar la piedra, los recibieron unos torsos que se balanceaban en ganchos de hierro.

«Todo fue idea de Pat —pensó Màntra al recordar la tarde en que los mató—, de lo contrario seguirían vivos». 

Wòinic la miraba, pero la mujer prefirió no hacer preguntas. 

«Seguro está asustado, pero va a acostumbrarse». 

Cada vez que regresaba, cada vez que cruzaba el umbral tras mover la roca corrediza, apestaba como a sentina. ¿Desde cuando vivía en esa pocilga? Había perdido la cuenta, mas recordaba que cierta noche recostada en el muro había oído a Pat por primera vez. Al mirar el fuego la estudiaba tras la fogata una silueta de tupidos cabellos largos, dientes amarillos, y uñas repletas de mugre. Era de su tamaño, y los cuerpos musculados de ambos eran casi iguales. Siempre que aparecía estaba en cuclillas, totalmente desnudo, su piel era negra como tinta de calamar, así como cuando ella se teñía antes de cazar. 

—Es un cabrón flaco con músculos como los míos, pero sin tetas —le dijo a Wònic—. Pronto lo conocerás. 

—¿Cómo se llama? 

—Pat. 

«Y es una especie de sombra». 

Esperaba que lo viera para comprobar sospechas, pero las noches pasaban y no aparecía. Cuando Màntra lo conoció, cuando empezaron a acercarse, se habían sentado en el piso a beber vino mientras hablaban de la muerte y de que todos los senderos conducían a ella. 

—Algunos tardan más, otros tardan menos, pero todos llegan.

«Menos yo —pensaba Màntra—. La senda del inmortal siempre lleva al tormento». 

No fue necesario decirlo, pero Pat pronto se enteraría. Todo empezó cuando la sombra quiso pedirle algo. 

—¿Cómo? 

—Si no has escuchado bien, se llama Jon Còrrie —dijo, y su voz sonó como a embrujo—. Es un buhonero y quiero que lo mates.  Luego quiero que cortes el cuello de Bòri le Grùndier y el panadero Jakòb.

—Yo decido a quién mato y cuándo lo hago —había respondido Màntra, aunque pasadas unas noches, cuando el estómago le sonaba, se cargó al primero de una mordida en la garganta. 

No quería complacer a Pat, pero desde que se lo pidió evitaba mirarlo cuando encendía el fuego. No hablaban, aunque la voz de la sombra retumbaba en sus pesadillas. 

—Bòri le Grùndier y el panadero Jakòb. Bòri le Grùndier… 

Así que una tarde, con el rostro manchado de rojo, Màntra volvió a su cubil cargando dos sacos llenos. 

Lo había hecho. 

Cuando los abrió, las cabezas de Bòri y el panadero rodaron en la oscuridad. 

—Es un gran trabajo —la felicitó Pat junto al fuego de las antorchas tras dar varios aplausos—. Ahora podemos seguir con la lista. ¿Ya te dije quién la escribe? 

—No lo creo —Estaba cansada, y en realidad no quería hablar. 

—La escribe la Muerte. Contiene nombres que siguen un orden, y cuando canta tu cuchilla, tú misma los vas tachando. La siguiente será Lady Lonvèya. ¿Estás lista, mi querido Tentáculo? 

—Que te den por culo, Pat, y no se te ocurra llamarme «tentáculo».

Nunca le había gustado obedecer reglas, pero al pasar las semanas, la voz de Pat seguía sonando en las sombras. 

—Lady Lonvèya y el Capitán Còrwin, y luego los hijos del molinero Fènn. —Así que de tanto escucharlo siguieron ellos, y después, hartos hombres y mujeres de la corte seguidos de ladrones y labriegos, putas, pordioseros, escribanos y errantes, cereros, canteros, artesanos e incluso asesinos. Màntra estaba cansada de oírlo en su madriguera, junto a las llamas y cuando dormía. 

«El capitán de la guardia Jori Cardwell, Manosmonajadas, las lavanderas Jina y Jana, y el paje Hàgor Desdichas fueron los últimos en caer», recordó al mirar a Wòinic que bebía el caldo preparado con las piernas de Jana y Jina. Se lo zampaba como un limosnero hambriento. 

—Mejor no te pongas tan gordo o terminaré comiéndote —le dijo. 

Sí, mi Señora. 

Pero era broma, y solo lo decía para no pensar en las hogueras ni en los huesos que echaron en las fosas. Vivía en un mundo despiadado en que hartos infelices morían de la peor manera, menos ella.  ¿Pero por qué? Una noche había muerto en la horca gracias a los verdugos del papado, y la otra por mano propia, pero siempre volvía a enfrentar su condena en un averno en que la moral forjaba esclavos. Cuando miraba a la fogata pensaba «¿qué demonios es Pat?», pero al preguntárselo él respondía con una sonrisa. 

—La siguiente en la lista es la norna Arabella, y luego la puta de Lord Càrwen, la que usa los perfumes de lavandas. Después los gemelos de la herrería. La muerte no descansa. 

—¿No tienes más asesinos? —preguntó Màntra la última vez que se vieron las caras. Afilaba su cuchillo sentada en una banca. 

—¿Por qué lo preguntas? 

—Porque me estoy cansando de hacer este trabajo. 

—Si quieres, puedo ofrecerte regalías. 

—No me interesan las regalías. 

—Es lo que piden todos los que son como tú. Siempre piden un precio por currar para la muerte. 

Màntra quería morir, así que torció el gesto y dejó caer el cuchillo antes de marcharse a la penumbra. La sombra la siguió con pasos largos. 

—Eres un tentáculo de Muerte —le dijo—, así que siéntete afortunada. Haces un trabajo tan delicado que ni los hombres más letrados comprenderán. 

—Cuando se mata —dijo Màntra— no hay nada que comprender. 

—En eso te equivocas. La gente condena a asesinos todos los días en un cochino patíbulo, pero no saben que incluso hasta ser asesino tiene un sentido. Son casi como tú, equilibran la balanza, la diferencia es que no mueres. 

«Morir, menudo gilipollas, es lo único que quiero». Quizá era más prudente guardárselo, pero más tarde, cuando se lo dijo, provocó una sonrisa en la sombra antes de que dijera que no debía preocuparse, que todo estaba solucionado, apostado en una esquina del recinto. 

—Supongo que es el anhelo de todo inmortal, aunque debes saber que incluso a los inmortales les llega su turno. Mientras tachemos más nombres, tu carga se aminorará y tu muerte se irá acercando. 

—¿Cuándo? —Fue una pregunta dura, rayana en el desespero, pero solo respondió el ronquido de Wòinic. 

—Pronto —dijo finalmente Pat, y después desapareció. 

Desde entonces la conversación resonaba en la cabeza de Màntra, y cuando pensaba en él, sentada, mirando al fuego, se preguntaba si realmente existía. Era raro que en tantas semanas el mudo no lo hubiese visto. Era raro que solo se presentara cuando ella estaba sola junto a las llamas, así que después de buscar a Wòinic y contarle sobre su último encuentro, las señales que el chico hizo con el ceño fruncido armaron ciertas conjeturas. La lista… las muertes… los susurros en la oscuridad. 

«Màntra…, te has comportado como una idiota». 

No lo había visto. Todo ese tiempo el origen a la respuesta estuvo en su nariz, camuflado con ronquidos, lamidas de huesos, el sorber del caldo y un mutismo más profundo que el de los muertos. Wòinic, ese chico silencioso con aspecto de pedigüeño, después de todo pertenecía al clan de los caposodas, una secta de antiguos paganos, así que pensó que era momento de poner las cartas sobre la mensa para preguntarle si sabía cosas sobre las sombras. Puso atención a las señas, y comprendió que pronto tendría que abandonar el cubil para seguir por un camino cercano a la aldea. Les esperaba un oscuro viaje.  


Se dirigían a las tumbas, cerca de las fosas donde habían echado los huesos. Wòinic la guiaba cubierto con una capucha, después de decirle que en su clan los sombras eran parte de un antiguo mito, pero empezó a flaquear cuando se toparon con los restos que impedían el paso. No estaba acostumbrado, así que Màntra tuvo que arrimar las calaveras cubiertas con telarañas antes de escarbar en las paredes que resguardaban los sepulcros. Dieron zancadas sobre osamentas mientras alumbraban el camino con sendas teas. Cuando llegaron el olor a muerte los envolvió, pero era una muerte guardada por años, no la muerte fresca que usualmente abrazaba a la asesina. Avanzaron en silencio un buen tramo hasta que hallaron unas pinturas. Estaban grabadas en las paredes con sangre seca, y mostraban figuras de hombres arrodillados ante siluetas que parecían susurrar junto a espadas y manchas rojas. 

Mira —señaló el mudo antes de acercarse a unos pergaminos apilados en estantes. Los tomó, y después de revisarlos indicó unas hojas con unos dibujos  de sombras. 

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Màntra después de que el mudo leyera. 

Que no todos pueden verlos, que son una especie de pueblo antiguo, y que muchos asesinos acudían a nosotros para encadenarse a las rocas porque oían sus susurros siempre ante el fuego, en la penumbra. 

—¿Algo que no sepa? 

—Dicen que Estaban arrepentidos, y que las voces les ordenaban matar incluso mientras dormían, y que cuando las criaturas se les acercaban junto a las llamas tenían el cuerpo pintado de negro como tinta de calamar. 

—¿Demonios? —A Màntra no se le ocurría otra cosa. 

Sombras —indicó Wòinic—, aquí no dice nada sobre demonios. 

Se detuvo al tiempo que oyeron truenos, así que decidieron pernoctar acompañados de los esqueletos en ese mismo sepulcro. Pronto sería otro día, y regresarían a la pocilga con la retahíla de manuscritos. Después de que despertaron unos ojos cetrinos se abrieron en la oscuridad, y Pat apareció con un brazo recostado en una de las paredes de la cripta mientras que con el otro sostenía su acero. 

—Así que viniste a buscar cosas sobre los sombras —dijo—. Nunca pensé que dudarías. ¿No he sido honesto contigo, querido Tentáculo? 

Màntra desvainó su cuchilla antes de ponerse en guardia. 

—No me vuelvas a llamar así, o te rajo. 

—¿Y cómo piensas hacerlo? Soy un sombra. No podrás. 

—Vete a tomar por culo, Pat. —El escupitajo saltó hacia la cara de la criatura, y esta se limpió tras torcer el gesto—. Hasta ahora ninguno de los tachados resistió a mi cuchilla. 

—Olvidas que mi nombre no está en la lista. 

—Probablemente tampoco el mío. 

Él había dicho que hasta los inmortales tenían un turno, pero su momento estaba aún lejos. 

«Si muero, volveré». 

Por tanto no tuvo miedo, y su cuchilla, como si tuviese vida, cortó en cascada en un arrebato de locura. El viento gimió al tiempo que Pat paraba con una hoja de metal negro de aspecto carnoso. El sonido de los aceros cortó el silencio antes de que el sombra diera una cabriola en la oscuridad, antes de evaporarse dejando una tolvanera, y tras un prolongado tiempo; mientras Màntra respiraba estudiando los recovecos, una risa recorrió el sepulcro. 

La brisa peinó la nuca de la asesina, que se volvió con la boca hecha un anillo antes de recular. La espada de Pat cortó de un lado a otro, tris tris, trás trás, y tras recular una vez más, la mujer paró. Ambos aceros se opusieron. Chocaron causando fricción derramando chispas con agudos chasquidos hasta que la criatura tropezó con unas jabas rotas. Tras reincorporarse sus ojos brillaron mientras se envolvía en tinieblas. Su risa tronó, pero no venía de ningún sitio. Estaba en la cabeza de Màntra, que pegó un grito tras soltar su arma. 

—Eres un Tentáculo de Muerte —dijo la voz de Pat—, y los nombres que taches con sangre te acercarán a tu destino. No puedes negarte. 

—¡Cállate! 

—No puedes… 

—¡Cállate! 

—Negarte… 

«Je je je». 

Siguió riendo, pero las carcajadas seguían sin surgir de ningún sitio. Màntra cubría sus oídos, la hoja perdida en el suelo. Sacudió un brazo sin mirar para golpear a Pat, aunque sea para tocarlo y tumbarlo al suelo con ella, pero se detuvo en cuanto un ardor le lamió la muñeca. El dolor la hizo olvidar el combate al tiempo que echaba un grito que subyugó a las carcajadas. Solo se oía a sí misma mientras sus dedos, envueltos en lenguas anaranjadas con rojo y violáceo, se derritieron al tiempo que las llamas recorrían el resto de su brazo. El fuego besó su barbilla antes de tocarle los pechos, antes de abrasar sus cabellos convirtiéndola en una antorcha. No se dio cuenta cuando Wòinic hacía señas con las manos para que se alejara, solo lo vio retroceder mordiéndose las uñas antes de correr muerto de miedo sin saber si habría visto al cabrón de Pat. Después de desplomarse de bruces junto a unos esqueletos dejó de gritar, y lo único que oía era la risa en la oscuridad mientras su cuerpo seguía ardiendo. 


El olor a osamentas quemadas se paseaba por la tumba mientras los gusanos se arrastraban bajo mugrientas telarañas. Los cráneos observaban con cuencas repletas de cucarachas a las cenizas que se arrastraban sobre una figura despellejada y sin pelo que temblaba detrás de cúmulos de humo como un moribundo. Una cosa tendida con el rostro bocabajo. Parecía que la hubiesen apaleado con fierros candentes o que la hubiesen quemado con aceite en una cámara de torturas para paganos. Se arrastró sobre los escombros, una mano tras otra, impulsándose despacio, su cuerpo quemado sobre restos de barro. Cuando se detuvo levantó el rostro. Le faltaban los labios, pero aún latía su corazón. El estado en que se encontraba hubiese matado a un pobre diablo cualquiera, pero no a ella. Los recuerdos musitaban desdichas en su cabeza, y las imágenes confusas no decían cuánto había pasado desde que las llamas la lamieran mientras huía el caposoda. Cuando se repusiera, si se reponía, no iba a matarlo, después de todo el mudo no tenía la culpa de su desdicha, pero lo buscaría para preguntarle cosas. ¿Habría visto a la sombra? Tendría tiempo para averiguarlo, así que se dejó caer entre los escombros. Tal vez la criatura llamada Pat era una maldita invención suya que usaba como pretexto para matar. 

«Eres un Tentáculo de Muerte», recordó que le decía al aspirar el olor a cenizas mientras miraba las osamentas, mientras las arañas caminaban al lado de las cucarachas junto a nidos de gusanos al tiempo que una risa tronaba en la oscuridad. ¿Estaba realmente ahí? Levantó el rostro para mirar entre el humo, y aunque al principio no reparó en nada, después distinguió unos dientes amarillos que dibujaban una sonrisa. 

—Tu trabajo no ha terminado, querido Tentáculo —escuchó a la voz de Pat—.  Tenemos una larga lista.

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